viernes, 27 de junio de 2014

HEINRICH von KLEIST · LA MARQUESA DE O. · MICHAEL KOHLHAAS Selección e introducción de J. M. COETZEE


Romanticismo alemán. En las charlas de música es cosa instalada que Beethoven, por esta y otras menos glamorosas cosas, rompe el clasicismo al hacer ley de la oscilación del ‘tempo’. Esa sensación de estar en una hamaca; rápido, abajo y raspando el suelo en ojotas, o arriba, más lento, el vértigo en pausa, la caída y otra vez, como un péndulo encantado.

Kleist, también un llamado romántico alemán, sin embargo es bachiano en la precisión de la estructura, la función de cada mínimo espacio de aire que hace al cimiento, manteniendo la bestialidad beethoveniana en una jaula (en la vedette ‘estructura’, como también hace el compositor), pero cubriendo los barrotes con un vidrio opaco, un biombo esfumado, tapando la sombra en la que se transformó el animal salvaje, con la nuestra, que se hace más grande a medida que tratamos de acercarnos al contenido del texto.

Una mujer que no sabe de quién se embarazó. Un hombre que cree en la justicia y ésta descree de él. ¿Para qué pedir una respuesta real para la ficción, dicha en la obra? Kleist enseña: es la posibilidad de la respuesta lo que nos ata hasta el final. Y de todas formas tiene dos finales bien distintos.

Lo mismo la descripción: en un bollo de papel, en agarrarle el brazo a alguien o releer el periódico; cada cosa hace aparecer el mundo material frente a nuestros ojos, teñido y volviendo a teñir la tensión del relato.

En fin, Coetzee se encarga de manera puntillosa sobre distintas cuestiones de la escritura de Kleist. El misterio, lo ‘invisible’, como decía Goethe -negativamente-, es el elemento más a la vista de estos textos. El misterio, que para Adorno -hablando sobre Mahler- es lo que hace al arte, es a su vez lo que cae como una bomba de humo en la primera escena de La infancia de Jesús, de Coetzee; quiénes son ese niño y ese adulto, desposeídos.

Podría ser suficiente, considerando que Kleist vivió menos de treinta y cinco años, y decía que le daba vergüenza escribir ficción (en vez de drama). Sobre esto último, Kleist nos devuelve a la cuestión: es bello por cómo se escribe o por cómo se lee (¿?). Posiblemente, por las dos cosas. Lo cierto es que detrás de ese narrador que, aunque no se abstenga de dar opiniones, puede mantener distancia como para llevar a sus personajes por los rieles de la más burocrática estupidez, y hacernos hablar del arte de impostar la voz, narrar un cuento, titiritero amoral, balsa sin deriva, y preguntarnos qué forma es esa, Heinrich von Kleist, de jugar con la vida humana. 

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