La literatura desnuda a la vida, pero ¿quién le quita el ropaje a ella, la letra poética? Stephen Dixon, claramente, no: hábil en el estilo que, a mano, decimos norteamericano (directo, ducho en el diálogo, descontracturado en lo dicho y lo formal) pero que se lee tanto para atrás en la prosa kafkiana, como para adelante en los argentinos postochenta, es un maestro en disfrazar la técnica, en mantener oculto al truco del escritor.
¿Para qué tanto bla? Para sincerarnos: cuando podemos leer a un autor como él, poco conocido para muchos, y nos deja fascinados, adictos en un instante, queremos adivinar, unir pistas, deducir si se puede, la genealogía de las letras de este newyorkino.
Fresán hace una radiografía propia de un fan –no solemos hablar más que de la obra, pero esta edición merece la mención: se palpa el trabajo de un equipo al sostener el libro- y arriesga seguro: John Barth, Calvino, Kafka, Pynchon o Cortázar habitan en algunos procedimientos rotulados “posmodernos” que usa Dixon. Todo cubierto por un velo de humor que Fresán compara con Seinfeld o el buen Woody Allen.
Entonces hay quién o quiénes pueden desnudar a la literatura, abrirla como a una rana de escuela y mostrarnos los dispositivos de acá y de allá para agregarle otra capa de goce al placer de la lectura… ¡los escritores!
Pero -sin perder el forzoso ánimo de sinceridad- es sólo eso: otra masturbación mental. La unión amorosa entre la vista y la hoja al leer la historia del loco de amor, el amputado, el niño en el balcón o la muerte que trepa en el interior del que acaba de enviudar; al leer, en una palabra, a Dixon, no hay comparaciones o artefactos literarios: hay vida. Búsqueda. Trabajo y confianza en el texto.
Y para que eso suceda Dixon lo hace del modo que a simple vista es el contradictorio: tragedia + humor. Nos mantiene tensionados de entrada, plantándonos en situaciones de conflicto, a veces extremas, a veces no tanto, todas que perturban. Y cuando menos lo esperamos ocurre lo hilarante, como el trompetazo de Miles después de habernos acostumbrado el oído a un matiz, saltamos del asiento y expulsamos una risotada nerviosa. La vida (las lágrimas, los besos, los dolores) se desnuda y vemos esa piel de espejo tragicómico: la cara del absurdo bufón.
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