La Puna —dice Tizón— no es sólo un desierto lunar cálido y
frío, es una experiencia: allí se viven intensamente el silencio, la soledad,
el desamparo. Y los seres humanos se miran a sí mismos como en un espejo,
enfrentados a la razón de existir, a su destino más elemental.
En medio de esa vastedad, Héctor Tizón escribió Memorial de
la Puna. Un conjunto de historias que habían quedado latentes en su recuerdo,
algunas de ellas emparentadas con sus novelas: la historia del dinamitero de La
mujer de Strasser, que no es otro que el Mariscal Tito, el hombre poderoso que
gobernó Yugoslavia durante cuarenta años y que en la década del treinta vivió
en Jujuy y trabajó junto al padre del escritor en el tendido del ferrocarril;
la del “hombre que vino del río”, inspirada en un personaje de La belleza del
mundo; o la del Conde de Montseanou, un noble belga venido a menos que se
ganaba la vida tocando el piano en un prostíbulo de La Quiaca.
Memorial de la Puna demuestra que la cantera de los buenos
escritores es inagotable. Tizón extrae de ella sus relatos con esa entonación
reflexiva e intimista que lo caracteriza, sin temor a tocar las notas de la
filosofía o de la metafísica, probablemente porque ya es un hombre sabio al que
la vida no le escamotea sus verdades.
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