La vida de Margarita y su padre había sido de una permanente
trashumancia. Desarraigados por la tragedia y sus consecuencias penales,
perseguido por sus enemigos políticos que no tenían empacho en montarse a la
ocasión para difamarlo, y huyendo de los recuerdos dolorosos, el padre había
llevado y traído a la hija por el mundo, haciéndole adquirir lenguas y modales,
y una sensibilidad a la belleza que le daba su característica claridad de
expresión. Los exilios se habían multiplicado y superpuesto. Había momentos en
que él mismo no sabía si estaba o no estaba. En los pocos años de vida de la
joven se habían comprimido trastornos políticos y revoluciones que en otros
países llevaban siglos. Las intervenciones sociológicas y filosóficas del padre,
sus teorías ambiguas, lo habían hecho sospechoso a los ojos del clero y las
fuerzas armadas, y más de una vez había debido salir al extranjero, o del
extranjero, entre gallos y medianoche para escapar de una presión calumniosa
que amenazaba su debilitado sistema nervioso. Dolorosamente, y a costa de su
salud, se había ganado la fama del nuevo Alberdi. A pesar de todo, no se había
separado nunca de su hija, sobre la que ejercía la protección de un abuelo
combinada con la untuosa cortesía de un profesor de música.
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