"A Alejandra búsquenla en sus poemas"
(Olga Orozco sobre Alejandra Pizarnik)
El primer temor al encarar Lennon (Alfaguara), la última de Foenkinos (La delicadeza, Seix Barral), es ese: si a Lennon se lo puede encontrar en I am the walrus o en Mother, y en el caso en el que quiera saber "cómo fue realmente" hay tantas biografías, ¿qué me voy a encontrar en esta novela? El miedo a acudir a un espectáculo de virtuosismo con Foenkinos bajo del spot.
Y en parte es así: Foenkinos nos muestra su destreza para rearmar con pocas fichas (y no tantas páginas) una vida. Lennon habla en primera persona y mecha anécdotas famosas con detalles que -naturalmente- no conocíamos, pero suenan muy verosímiles. Pasamos de un detalle a otro. De un humor a otro: Lennon le da el cierre a recuerdos para nada felices con un remate grosero, chistoso o travieso. Oscila entre lo inocente y la puteada, el retorno a la infancia y la mirada hacia el futuro. Pero el final lo conocemos todos.
Se muere. ¿Se puede, entonces, mantenernos activos como lectores y no solamente hacer un repaso por los recuerdos de sexo, droga y rock 'n roll -que encima son apócrifos-? Claro que sí: Machado de Assis de hecho fue más lejos en las Memorias póstumas de Blas Cubas. También es verdad que Joaquim escribía muy bien; que no podemos pedirle tanto a nadie. Pero, volviendo al punto, ¿cómo? ¿qué hace para hacernos sentir intriga? ¿Esa no sería la verdadera destreza de Foenkinos?
Hablar de cosas verdaderas en literatura es resbaladizo. Lo que podemos asegurar es que hay una voz (la de Lennon) que (como las novelas no se escuchan) Foenkinos logra imitar. Escuchamos a Lennon.
A Machado de Assis, Fonseca, Gilberto Noll y hasta Cuenca en su "novela japonesa" (El único final feliz para una historia de amor es un accidente) los recorre un humor que se podría decir que ilustra a Brasil: ese tono cansado pero sin ánimo de rendirse que les permite pararse con una pata en el carnaval y la otra en la pobreza. Por más que estén en Japón. Y para Lennon, el cantante, el real, el tono fue una de las marcas que abrió caminos. Su manera ronca, diciendo en voz alta como para que lo sepa el mundo, de cantar. El grito primal.
"Los escribí yo"
(Aldo Oliva, después de haber reescrito poemas de Rubén Darío)
Si bien encontramos a los Beatles, el porro con Dylan, la tensión hasta la rotura con Paul, el abandono en su infancia y su violencia en la adultez; aunque en definitiva sea una historia de amor (y una pequeña reivindicación para con Yoko Ono), cuando leemos Lennon miramos al genio musical detrás de las lentes. Nos atrapa "una forma de ser" con la que a veces empatizamos y, necesariamente para que eso ocurra, a veces no, nos rechaza. Foenkinos parece haber querido tomar por unos meses la piel del maestro, la voz íntima, y lo logra. Podemos ver a los ojos a un hombre-niño en el que el pasado y presente ya sólo pueden ser una cosa: algo que le permita empezar de nuevo. Algo que ya pasó y se mira estratégicamente para alzar la frente al futuro.
Pero insisto: el final ya lo sabemos. Y llegamos a ese punto sin mencionar la muerte final rodeándola, sintiéndola cada vez más cerca. El mundo que (re)crea Foenkinos tiene sus reglas caóticas, las de Lennon, pero reglas al fin. La transparencia en el texto, el "no estilo", la imitación que nos hace acordar al grado cero Barthesiano, al monólogo de Gladys de The Buenos Aires Affair y al lenguaje de las cámaras, todos esos ingredientes, pócimas secretas del escritor, preparan un brebaje que nos hace escuchar a John, al tímido detrás del devoramundos, contándonos bajito su vida, cerca del oído. Porque en eso nos convierte Foenkinos: oyentes de un Lennon maduro, con ganas de volver a empezar.
Pero los hechos no se inventan, como dice Ford. Y vamos llegando al final deseando que no hubiera ocurrido lo insólito; olvidamos lo implacable de la muerte y no de casualidad. Es mérito de Foenkinos, que nos despierta el anhelo de cambiar la historia, de volver el tiempo atrás, pero no para asesinar a Chapman sino algo aún mucho peor: haber evitado que escuchara a los Beatles.
Pero los hechos no se inventan, como dice Ford. Y vamos llegando al final deseando que no hubiera ocurrido lo insólito; olvidamos lo implacable de la muerte y no de casualidad. Es mérito de Foenkinos, que nos despierta el anhelo de cambiar la historia, de volver el tiempo atrás, pero no para asesinar a Chapman sino algo aún mucho peor: haber evitado que escuchara a los Beatles.
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