Mientras el furor por los libros "eróticos" o "porno" se relaja -lo coronó el agotado La Sociedad de Juliette, de Sasha Grey, actriz porno- Libros del zorro rojo nos invita un sabor del que no nos cansamos: Alejandra Pizarnik, que a esta altura es como Cortázar -pareciera que gustan según la estación-, retratando a Erzéber Báthory: una condesa que llegó al siglo XVII habiendo asesinado a más de seiscientas adolescentes. Asesinado, aclaramos, después de hacerlas pasar por el parque temático de torturas que tenía en el subsuelo de su castillo.
A Pizarnik el personaje le va como anillo al dedo. De hecho se funde en la Dama de Csejthe y también la sobrevuela, la examina sin llegar a sedar a ese objeto de estudio: lo deja ser libre, no la condena. Pero Santiago Caruso lleva el retrato, lógicamente, a otro plano: entre el gótico, los cuerpos de Boticelli, la simbología pagana y el cómic de Todd McFarlane, las ilustraciones nos muestran que es mentira eso de que lo monstruoso existe cuando no lo vemos.
¿Qué tiene que ver la literatura "porno"? Que el texto se acerca y mira el detalle: el cadáver: la melancolía: cada hilo de carne. Y el sexo, claro, que como en Sade u Osvaldo Lamborghini es apenas el primer pinchazo. A partir de ahí, la sangre brota.
"Hasta este momento mi vida parece haberse deslizado por el mundo real sin participar, como ajena, desconectada. Incluso cuando me encontraba en el centro mismo de los acontecimientos, en realidad no estaba allí.
Mi única conexión con la vida son estos garabatos."
De vez en cuando, para equilibrar la balanza y contrarrestar con la discusión del compromiso en la literatura, reeditan un libro como éste. Un diario de once años (1944-1955) de Jonas, en el que la constante es el desplazamiento, sea a campos de trabajo forzado, altillos vacíos de posguerra, campos de refugiados, el Rin, Nueva York; en cada lugar, absorbido por el mundo.
De Lituania a Long Island, de la sopa de gusanos blancos a la Coca Cola, de la cama de madera al trabajo en Emerson Plastics. Jonas cambia de espacio y avanza en el tiempo. La voz pasa de estar desconcertada a fugitiva; de hacer retratos sociales a bucear en la desolación.
Jonas no tiene lugar adonde ir pero no por eso se detiene. Y la escritura, que también avanza, ya no trata de entender la realidad con ideas sino a través de sentidos. Inmerso en el mundo, Jonas ya está listo para desbordarlo como hará unos años después, volverse Mekas y, sin querer, enseñarnos que el compromiso es para los que pueden elegirlo.
Y para rastrear el comienzo del arte Burello nos propone hacer, además de historia, prehistoria. ¿La respuesta está en saber si los grabados más antiguos fueron rito chamán, una invocación a la carne, o pequeños destellos del juego más antiguo, el arte, tallando las primeras fichas con las que jugaría hasta el día de hoy la humanidad? (reparafraseando a Duchamp).
¿Y si el móvil de aquellos grabados no tiene importancia -la archifamosa "muerte del autor" finalmente triunfaría- y el arte nace con el que se detuvo: el primer observador?
La cabeza de Burello (un verdadero especialista en cine, literatura, Alemania, historia del arte, filosofía y más) nos lleva por la prehistoria, teorías estéticas, Grecia, collares de caracoles o el Renacimiento con un vocabulario inimitable. En lo abarcador y en su interacción con la fresca ausencia de oscurantismo sintáctico.
Qué es el arte. La edición de Hecho Atómico en formato lectura-de-viaje nos deja sacar de casa esa pregunta que quizás no encuentre tierra o la respuesta no sea la imaginada, pero divierte, otra forma de juego más que otra forma de arte, obsesiona, y nadie puede negar: tiene vuelo.
Kjell Askildsen es un hombre grande y su poética es joven. La mayoría de los cuentos son cortos y con gente mayor de sesenta, setenta años. Los problemas, a veces insignificantes en lo anecdótico, nos muestran cómo uno puede dejar la vida por una estupidez.
Los escenarios pueden ser una casa, una cama, el bar de la estación. Son familia. Nadie se muere de hambre.Y ahí está el mérito: Askildsen combina el rencor, las relaciones más cercanas y el aburrimiento y con eso hace que sus personajes mastiquen veneno.
Habla desde el traidor y cualquier comunicación la vuelve trabajosa. El sexo o la falta del mismo, el alcohol y la tristeza nunca son el pilar de sus cuentos sino parte de la rutina de algunos personajes; parte de su vida. En este sentido es joven: la voz está a punto de madurar. De desafinar un poco.
Es raro. Porque no hay arte sin artificio y sin embargo José Watanabe parece haber derribado hasta el último de los diques retóricos. Cada poema suyo es un duelo imaginario entre la cosa y la palabra; el animal y la palabra; el cuerpo y la palabra; el mundo de los objetos—animados e inanimados—y la palabra; las sensaciones y los afectos, y la palabra.
Pero la palabra, para Watanabe, no es un fetiche, el “misterioso”—e impotente—misterio de lo indecible…sino la parte más real del mundo, que siempre puede ser nombrado. Será que el poeta nunca dejó de mirar y de poner el oído, apartó a un lado el ego, y así, hizo hablar a las piedras.
LOS POETAS
Abelardo me ha hecho un honor,
me ha pedido que presente su libro. Ay amigo,
exímeme de larga opinión. Bien sabes
que cuando un poeta honrado lee a otro honrado
sólo le busca una palabra, una sola, la que hace sonar
a las otras.
«Rosebud», dijo Kane. Una palabra así,
como caída de un cielo. ¿Cómo hallarla entre las astucias
de la poesía y del mucho ingenio
que banaliza los poemas?
Yo la estoy buscando sin prisa, entre todos
los honrados, y con un resabio de sangre en la boca
Desearles la derrota. Porque desde la tapa se ve que, si el hilo conductor del libro es el fútbol, la emoción que lo recorre es esa palabra tan en boga por estos días: el sincericidio.
Sea el español que se camufla en el portugués -sin ser portuñol- que usa Ángeles Salvador en 'O debute de Pelelinho', pasando por el cuento místico-epistolar 'Conversaciones con Caniggia' de Otonello, hasta la pulidísima prosa realista, con peso propio, de Bonaudo en 'Silas do Fonavi', cada cuento, cada voz, se abre a la mitad y comparte un pedazo de euforia o desesperación.
Hay fútbol, piñas, radio, cancha y Maradona. Pero también hay ritos de iniciación, Hermética, chicas con olor a coco y de esas muestras imborrables de amistad.
La antología no evita el desmadre. Todo con tal de mostrar lo honesto del sentimiento de gol, aunque sea con trampa; aunque tenga que ver cara a cara a ese monstruo que todo héroe, todo mito, no deja de conocer: la triste derrota.
¡Feliz lunes!: exclamación que deja de ser un oxímoron y cobra sentido cuando hojeamos este enorme libro. Enorme por el tamaño (más de 450 páginas 30x23) y, por supuesto, el humor.
La historia de Landrú parece la de un ave vigía que vuela como el Don Juan de Castaneda: ni adelante ni atrás nuestro: al costado, viendo la misma historia que nosotros pero con una mínima distancia que lo hacen "el antropólogo espontáneo que registró los vaivenes menos visibles del último medio siglo en la Argentina.", como dice María Moreno.
Porque, además de la viñeta, el chiste, la caricatura, el trabajo de Landrú sobre el lenguaje es intencional, desopilante a veces, lúcido siempre.
Además de fotos de sus primeros trabajos, su colaboración con Lino Palacios e imágenes de Tía Vicente -su proyecto independiente por el cual pasaron Oski, Copi, Quino, Sábat y Caloi, entre otros-, tenemos entrevistas y textos de y sobre Landrú.
Aunque hoy el humor parezca revolucionado por el exceso y la velocidad, es imposible pensar las viñetas más inocentes de Parés (insignia del humor corrosivo de Barcelona), las cordobesas bienudas Thelma y Nancy o hasta los juegos de palabras de algunos personajes de Peligro sin codificar, sin acordarse de Landrú.
Juan Carlos Colombres (nombre "real" de Landrú) nos permite descontracturarnos con el lenguaje para entendernos mejor. Por ejemplo, a nosotros, amantes de los laberintos de la lengua, nos advierte: "Hay algunos lingüístas que aseguran que si el hombre es masculino, la mujer debe ser masculona".
Y así, Landrú, siempre nuevo, evita que nos olvidemos de esa sana e inteligente costumbre que es: reírnos de nosotros mismos.
En el 2013 la publicación de Salinger y el documental homónimo (del cual Salerno es guionista, productor y director), permitió escuchar distintas voces. Quejas, aplausos, pero en el murmullo la palabra que siempre se escuchaba era, naturalmente, Salinger.
El autor pudo más que su obra, se podría plantear. Pero el libro demuestra lo contrario. Uno puede detenerse en cartas y momentos de su diario, distintos entre sí, pero con la seguridad de estar leyendo la turbulencia emocional que viaja a través de conceptos simples, el manejo delicado de la velocidad.
Y las entrevistas a allegados, el rastreo y registro de su vida, es verdad, no es precisamente lo que hubiera elegido el autor de Nueve cuentos. Pero sirve para bajarlo. Para examinarlo. Limpiarle el lente a la cámara y acercarse a su lectura y escritura sin tanto misterio. Eso que justamente la lectura permite: convivir con él.
El año pasado leímos a Mairal en dos versiones: en El Gran Surubí, la novela en sonetos ilustrados por Jorge González, y El equilibrio. Para los que no pudieron con las dos (El Gran Surubí es impactante: es entendible quedar en shock), acaba de llegar la segunda edición de El equilibrio, una selección de columnas publicadas en Perfil, aumentada.
Por un instante suena serio, imaginamos el acartonamiento de un diario, pero es sólo eso: un instante. El prólogo del padre, Héctor, y las ilustraciones de Francisco, el hijo, le dan un marco de resguardo.
Parte de esa calma tienen los textos. Leemos la crónica de lo cotidiano sin la solemnidad de periódico ni la mirada empachada de signos con doble fondo.
La palabra que busca el padre en el prólogo tal vez sea la principal: empatía. Las columnas, sean acerca de la McNífica que no llega, de Giannuzzi o de una naranja, comparten con nosotros ese momento en el que sucede la anécdota, no mira desde la historia, sino al presente y desde el presente. El presente de una lengua.
La burla, quizás menos cruel que la ironía -seguro menos encorsetada-, es una de las claves. Mairal nos hace reír de lo que después va a defender. No hace culto del éxito ni la desgracia. Sueña y desea en voz alta.
El equilibrio acompaña. Los textos son inmediatos y después de guarecerse un rato en el libro los sentidos quedan atentos, entre la red del arco y el mundo.
Antes que la escritura estuvo el arte. Schulz pintaba, exponía, dibujaba. Después los cuentos, las palabras, pero antes... ¿Antes?
¿Se puede hablar de 'antes' en el arte? ¿No es que se persigue la definición eterna, darle cierto orden al arte que se desmorona cuando no podemos acordar qué son esos animales grabados en las cavernas? ¿Invocaciones para despejar el hambre? ¿Magia? ¿Arte 'de antes'?
Se puede. Hablar de 'antes' en el arte es decir, por ejemplo, "Antes y después de que los nazis invadieran Ucrania". "Antes y después de un balazo en la cabeza". Así está más claro, ¿no?
Las pinturas de Shulz miran hacia adelante porque el tiempo se está quemando. Pierrot Lunaire es la musicalización perfecta para disfrutar del libro. Las dos obras miran sin tiempo: la falta de color que asfalta la vista, las figuras femeninas caricaturizadas, eróticas, humillantes y las masculinas a lo Erdosain, lamiendo el suelo o, al contrario, rabinos sesudos de piernas cortas parados como si no supieran para qué.
Es que, si bien hay algo balthusiano que recorre los momentos eróticos que ilustra Schulz -por las poses-, la atmósfera es infinitamente más desoladora: en sus escenas hay una figura entre muchas que mira expectante, pero no goza. En Balthus el éxtasis sexual, interior, llega hasta la pera. En Schulz los desnudos parecen sueños de Kafka.
Hay una suerte de descomposición constante, no biológica, no de la carne, sino del ánimo. La dignidad se arrastra como los que suplican sexo en sus retratos. Y los ojos tan abiertos recuerdan la locura de algunos cuentos de Meyrink; ver al mundo comiéndose a sí mismo.
Un miembro de la Gestapo lo mata de un tiro en la nuca en 1942. Unos meses después de que acá muriera Arlt, en otro país, en otros dramas, con un arte igual de tenebroso, igual de autodenigrante.
Y así, paradójicamente, volvemos a lo de antes: los dibujos en las cavernas, sean lo que sean, mataron al tiempo. Schulz también: una vez lo mataron pero, como Gilgamesh, buscó ser eterno. Y por ahora lo viene llevando muy bien.
"Estamos en el jardín, y Dora y yo queremos salir. Él todavía quiere regar las flores y exclama: '¡Las flores todavía tienen que merendar'".
Podría ser un fragmento de algún cuento de Silvina Ocampo o alguna exclamación de Alicia. Es que, sin duda, Walter Benjamin fue muchas cosas: el que cuestionó la técnica, el que narró al narrador, el hombre de los psicotrópicos, el no permitió que le arrebataran la vida y también -quizás su faceta menos llamativa pero no por eso menos corajuda-, un hombre enamorado de Dora y su hijo Stefan.
Es que en 'Archivos de Walter Benjamin' podemos disfrutar de las distintas facetas del alemán (hombre de familia, teórico insaciable, archivador, maniático) y, a su vez -y es lo que hace al libro-objeto tan aprovechable, tan apetecible-, de cómo se desenvolvía en otros soportes como la fotografía o el dibujo.
Fotografías de pasajes, de juguetes de colección, fachadas solitarias o de un campo lleno de sábanas tendidas nos permiten ver "cómo vio la realidad", al menos por un instante -eternizado-.
Estos archivos, editados por el Walter Benjamin Archiv, son parte de una obra que se completa con el 'Atlas Constelaciones' (también en Librería Norte) y que nos permite reconstruir al Walter íntimo, al obsesivo por los archivos, las siglas, los hombres, y por momentos ver entre líneas, entre imágenes, al suicidado por la autoridad: tal vez, el último romántico.
El primer temor al encarar Lennon (Alfaguara), la última de Foenkinos (La delicadeza, Seix Barral), es ese: si a Lennon se lo puede encontrar en I am the walrus o en Mother, y en el caso en el que quiera saber "cómo fue realmente" hay tantas biografías, ¿qué me voy a encontrar en esta novela? El miedo a acudir a un espectáculo de virtuosismo con Foenkinos bajo del spot.
Y en parte es así: Foenkinos nos muestra su destreza para rearmar con pocas fichas (y no tantas páginas) una vida. Lennon habla en primera persona y mecha anécdotas famosas con detalles que -naturalmente- no conocíamos, pero suenan muy verosímiles. Pasamos de un detalle a otro. De un humor a otro: Lennon le da el cierre a recuerdos para nada felices con un remate grosero, chistoso o travieso. Oscila entre lo inocente y la puteada, el retorno a la infancia y la mirada hacia el futuro. Pero el final lo conocemos todos.
Se muere. ¿Se puede, entonces, mantenernos activos como lectores y no solamente hacer un repaso por los recuerdos de sexo, droga y rock 'n roll -que encima son apócrifos-? Claro que sí: Machado de Assis de hecho fue más lejos en las Memorias póstumas de Blas Cubas. También es verdad que Joaquim escribía muy bien; que no podemos pedirle tanto a nadie. Pero, volviendo al punto, ¿cómo? ¿qué hace para hacernos sentir intriga? ¿Esa no sería la verdadera destreza de Foenkinos?
Hablar de cosas verdaderas en literatura es resbaladizo. Lo que podemos asegurar es que hay una voz (la de Lennon) que (como las novelas no se escuchan) Foenkinos logra imitar. Escuchamos a Lennon.
A Machado de Assis, Fonseca, Gilberto Noll y hasta Cuenca en su "novela japonesa" (El único final feliz para una historia de amor es un accidente) los recorre un humor que se podría decir que ilustra a Brasil: ese tono cansado pero sin ánimo de rendirse que les permite pararse con una pata en el carnaval y la otra en la pobreza. Por más que estén en Japón. Y para Lennon, el cantante, el real, el tono fue una de las marcas que abrió caminos. Su manera ronca, diciendo en voz alta como para que lo sepa el mundo, de cantar. El grito primal.
"Los escribí yo"
(Aldo Oliva, después de haber reescrito poemas de Rubén Darío)
Si bien encontramos a los Beatles, el porro con Dylan, la tensión hasta la rotura con Paul, el abandono en su infancia y su violencia en la adultez; aunque en definitiva sea una historia de amor (y una pequeña reivindicación para con Yoko Ono), cuando leemos Lennon miramos al genio musical detrás de las lentes. Nos atrapa "una forma de ser" con la que a veces empatizamos y, necesariamente para que eso ocurra, a veces no, nos rechaza. Foenkinos parece haber querido tomar por unos meses la piel del maestro, la voz íntima, y lo logra. Podemos ver a los ojos a un hombre-niño en el que el pasado y presente ya sólo pueden ser una cosa: algo que le permita empezar de nuevo. Algo que ya pasó y se mira estratégicamente para alzar la frente al futuro.
Pero insisto: el final ya lo sabemos. Y llegamos a ese punto sin mencionar la muerte final rodeándola, sintiéndola cada vez más cerca. El mundo que (re)crea Foenkinos tiene sus reglas caóticas, las de Lennon, pero reglas al fin. La transparencia en el texto, el "no estilo", la imitación que nos hace acordar al grado cero Barthesiano, al monólogo de Gladys de The Buenos Aires Affair y al lenguaje de las cámaras, todos esos ingredientes, pócimas secretas del escritor, preparan un brebaje que nos hace escuchar a John, al tímido detrás del devoramundos, contándonos bajito su vida, cerca del oído. Porque en eso nos convierte Foenkinos: oyentes de un Lennon maduro, con ganas de volver a empezar. Pero los hechos no se inventan, como dice Ford. Y vamos llegando al final deseando que no hubiera ocurrido lo insólito; olvidamos lo implacable de la muerte y no de casualidad. Es mérito de Foenkinos, que nos despierta el anhelo de cambiar la historia, de volver el tiempo atrás, pero no para asesinar a Chapman sino algo aún mucho peor: haber evitado que escuchara a los Beatles.