lunes, 2 de septiembre de 2013

"Lumbre", de Hernán Ronsino


Hernán Ronsino cierra el ciclo que inició con La descomposición y siguió con Glaxo, signado por un universo de pueblo en el que las cosas se dicen y se saben a medias.
El protagonista, Federico, es un guionista que vuelve a su pueblo tras la noticia de la muerte de Pajarito Lernú, que le dejó en herencia una vaca. A partir de allí, siguiendo la huella de los recuerdos de sus habitantes, una miríada de historias se desprenden y relatan entre todas la historia de ese pueblo, Chivilcoy, la presencia de Sarmiento, del ferrocarril y de Carlos Ortiz, el poeta modernista sobre cuyo asesinato se filmó también allí "La sombra del pasado", hecha con actores locales en 1910.

Un fragmento de la novela:

"Me entero por el Viejo. Llama temprano a Buenos Aires y me dice, con una voz cansada, que se murió Pajarito Lernú. Dice que fue ayer a la noche. Encontraron el cuerpo hundido en un zanjón, en el camino de tierra que lleva al cementerio. A la madrugada dos policías aparecieron en su casa para darle la noticia y pedirle que fuera a reconocer el cuerpo –uno de los canas era el muchacho de Cejas y, parece, estaba borracho–. Dos locos, dice el Viejo, a esa hora, los eché. Pero cuando volvió a la pieza, una angustia insoportable se le clavó en el pecho. Y así quedó, esperando que la claridad entrara por la ventana para llamarme. Ahora dice que me necesita. Y después cuenta, por fin, que, unas horas antes de morir, Pajarito Lernú me regaló una vaca. Es un animal lastimado, dice. Se lo robó al Negro Soto.
Antes, acá, terminaban los trenes. Después de doce años, cuando el sol se acuesta atrás del edificio del Munich, regreso en micro a la estación Norte. Primero se ve una luz y una forma que se imponen en el aire como una orden. Después, en esa luz, camino rápido las dos cuadras  hasta la casa del Viejo. La luz bordea los edificios amputados. Y la forma espacial esconde una fuerza que arrasa. Ejerce sobre el cuerpo una presión semejante a la que padecen, por ejemplo, los satélites. Esa fuerza absorbente de los planetas. Esto es así: la captura del paisaje. Entonces toco timbre y espero. Se oye ladrar un perro. Y enseguida una voz que calma al perro y le pide se vaya al patio; al patio, le dice. La voz del Viejo se escucha sin la amplificación del teléfono. Es una voz suave y agradable. La última vez que lo vi fue hace dos meses cuando viajó a Buenos Aires. Ahora tarda en abrir el portón de madera porque le cuesta un poco destrabar la puerta del marco; dice que se hincha. Cuando me abraza, haciéndome doler los huesos, me habla despacio al oído: Hijo querido, dice.
Nos sentamos en el patio, bajo la sombra del nogal. El Viejo ceba los mates. Y ese perro, Rainer, inquieto, no deja de mirarme. Hablamos de Hélène Bergson; de la muestra que está por inaugurar. Y digo que la cosa con los guiones anda difícil. Ahora no importan las tramas, los climas, más bien se fabrican mitologías personales, golpes de efecto, digo. Entonces, después de un silencio, pregunto: Qué se sabe. El Viejo, serio, apunta la pava en el mate. Y, cuando me lo estira, dice apretando los labios: Nada. A partir de ahí, como si nos pusiéramos de acuerdo, ninguno saca, abiertamente, el tema de Pajarito Lernú. Más bien, damos vueltas alrededor y así nos vamos midiendo. El Viejo me enseñó a no ser explícito. Es necesario construir los silencios. Esa es una buena forma de decir, dijo alguna vez. Por eso después le pregunto por Josefina Argüello y el dolor en la espalda que lo maltrata por las noches. Bien, dice. Y despacha con esa palabra los dos temas. ¿Vos?, cuándo te vas, me pregunta torciendo la charla. Recién llego, digo sorprendido. Ya sé, dice, sabés que me gusta que estés acá. Ahora se toma dos mates mirando la pared blanca que da al Museo Histórico y cuando la bombilla rezonga dice algo de unos libros que Córdoba tiene para mí. Entonces ordena que ya es tiempo, que tenemos que salir. Levanta la pava y el mate. El perro se inquieta estirando la cadena hasta el límite. El Viejo cierra la puerta del patio, apaga las luces y salimos por el portón de madera. El perro ladra. Ya está oscureciendo y empezamos a caminar para la zona de la Glaxo. Adónde vamos, pregunto. A ver ese animal, dice.
Hace tiempo, en el cable, vi fragmentos de un documental. Y lo que vi me desenterró –como un hueso incrustado en la tierra– una percepción, latente, amasada por los años pero nunca dicha hasta ese momento. Durante los días siguientes esperé descubrir la repetición de las imágenes. Quería ver la totalidad del relato. Había algo, ahí, en el tono y el paisaje, que me interpelaba. Pero no tuve suerte. Desde entonces cada vez que miro televisión espero encontrarme, otra vez, con esa historia. Nunca pude saber el nombre del documental. Se supone que era de finales de la década del noventa. Porque se hablaba de una guerra civil, Croacia por ejemplo. Por lo tanto, estaba frente a un puñado de imágenes que mostraban a un hombre, el entrevistado, y una cámara que lo seguía en una recorrida en auto por su ciudad natal. El hombre viajaba en el asiento trasero, junto a la ventanilla. La noche profundizaba la deformación del paisaje: brotaban edificios en ruinas, tal vez por esa guerra de la que hablaban. También podía ser Rusia, alguna parte desmembrada de la vieja Unión Soviética. De a ratos trataba de adivinar el nombre y la actividad del tipo (¿un sobreviviente?). Y el lugar. Por momentos pensaba en alguna ciudad de Rusia. Entonces el auto se detuvo en una esquina. La cámara mostraba al hombre intentando encender un cigarrillo. Trató dos veces. Ahuecaba la mano para impedir que el viento le apagara el fuego. Pero no podía. Recién en el tercer intento lo logró. Y antes de que el auto arrancara de nuevo, apenas, de fondo, apareció la silueta de una vaca, pastando, entre las ruinas de un edificio. Entonces el hombre, en movimiento, con el recuerdo de esa vaca en los ojos, largando una bocanada de humo, dijo algo que yo leí en letras blancas y a la velocidad que pasan los subtítulos; y que, a pesar de la fugacidad, se me grabó con la contundencia del fuego: Cada pedazo de pared de esta ciudad lleva, como una piel, las huellas de mi historia.
Caminamos, ahora, por el barrio Fonavi. Desde que se construyó, sobre los terrenos ferroviarios, el barrio se deteriora, silencioso. Se va cubriendo de capas que se montan unas sobre otras, componiendo suelos, planos sedimentados que ocultan el tiempo, las horas viejas. Eso parece. Un puñado de casas iguales, avejentadas y colmadas de chicos y perros en las escaleras; chicos que juegan o lloran o buscan el peligro; chicos que nos miran como si fuéramos extraños. Entonces el Viejo me pide un pucho. Lo prende debajo de un foco de luz, rodeado de cotorras y mosquitos. A la altura del molino alguien lo reconoce y le grita: Chau, Bicho. Chau, contesta el Viejo, componiendo una voz firme y contundente. Después señala un punto en el cielo y dice: Los van a demoler. Habla de los silos del molino Bunge. Enfrente, la grúa, quieta, sostiene una bola de acero enorme. Se oyen grillos. El descampado trae un olor a frescura, a pasto recién cortado. Entusiasmado, tal vez por el aire de campo y por el gusto del tabaco en la boca, el Viejo dice: Mirá. Y señala un bulto que se mueve entre los pastos del baldío.
En ese baldío, antes, se cruzaban los rieles. Desde el tanque del Agua Corriente, por ejemplo, se veía, en el suelo, un dibujo enrevesado y complejo. Era la zona de maniobras y galpones. Y en el centro de la madeja se levantaba una garita pintada de rojo que permitía el cambio de vías: algunas entraban por el corredor principal para terminar en la estación Norte. La garita tenía tres palancas inmensas. De noche, cuando se cortaba la luz o había una tormenta fuerte, me gustaba meterme en ese pequeño sucucho y, por la apertura de los terrenos, ver con claridad la hondura del cielo. Ahora es una parte del corralón municipal. Y a lo oscuro parece, más bien, el comienzo del campo. Una sábana negra que se mueve flotando en el aire. Y entre los pliegues de esa sábana negra, que flota, destellan los movimientos, el brillo leve del animal. El Viejo se entusiasma y cruza la zanja dando un salto largo. La garita estaba en una especie de isla, o península, o entrepierna femenina, como decía el Gordo Montes, y ahora esa pequeña entrepierna está rodeada por zanjas que arrastran líquidos jabonosos. Saltá, grita el Viejo del otro lado. Yo tomo envión, siento que no lo voy a lograr pero salto. Cruzo la zanja. Una parte del borde se desmorona. La tierra está muy seca. Hace rato, dicen, que no llueve. El cuerpo del Viejo, ahora que estamos adentro de la entrepierna, se mueve en la penumbra, aplastando el pasto, rodeando al animal. El animal está quieto y mira el suelo, pero de costado mantiene la atención en cada paso que damos".



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