sábado, 19 de octubre de 2013

"Casandra", de Christa Wolf


Era hija de Príamo y Hécuba. Apolo se enamoró de ella y le concedió el don de la profecía pero, al ser rechazado, se vengó disponiendo que nunca le creyeran. Casandra anunció la caída de Troya, pero los troyanos se burlaron de ella. Sobre este mito, Christa Wolf construye una apasionante analogía entre los hechos narrados en la Ilíada y el tenso período de Guerra Fría del siglo XX. La profetisa no desea  ser simplemente la portavoz de Dios, anhela ante todo el conocimiento y la autoconciencia. Desde la cesta de mimbre en la que está encerrada (metáfora de la situación de la mujer en la sociedad patriarcal), vaticina la ruina, es decir, la destrucción de la cultura.


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Así comienza la novela:


Otra vez me sacude el Eros que afloja
los miembros,
agridulce, indomable, animal oscuro.
SAFO

Aquí fue. Ahí estaba. Esos leones de piedra, sin cabeza ahora, la miraron. Esa fortaleza, un día inexpugnable, ahora un montón de piedras, fue lo último que vio. Un enemigo hace tiempo olvidado y los siglos, sol, lluvia y viento la arrasaron. Inalterado el cielo, un bloque azul intenso, alto, dilatado. Cerca las murallas ciclópeamente ensambladas, hoy como ayer, que marcan su dirección al camino: hacia la puerta, bajo la cual no mana sangre. Hacia lo tenebroso. Hacia el matadero. Y sola.
Con mi relato voy hacia la muerte.
Aquí termino, impotente, y nada, nada de lo que hubiera podido hacer o dejar de hacer, querer o pensar, me hubiera conducido a otro objetivo. Más profundamente incluso que mi miedo, me empapa, corroe y envenena la indiferencia de los celestiales hacia nosotros los terrenos. Ha fracasado el intento de contraponer a su frialdad helada un poco de calor nuestro. Inútilmente intentamos sustraernos a sus actos de violencia, lo sé hace tiempo. Sin embargo, recientemente, de noche, durante la travesía, cuando las tormentas amenazaban destrozar nuestro barco desde todos los puntos cardinales, y no se sostenía nadie que no estuviera firmemente atado; cuando sorprendí a Marpesa soltando a escondidas los nudos que sujetaban a ella y a los gemelos entre sí y al mástil; cuando, siendo mi cuerda más larga que la de los demás cautivos, me lancé sobre Marpesa sin vacilar, sin pensar, impidiéndole así abandonar su vida y la de mis hijos a los elementos indiferentes, y confiándola en cambio a unos hombres enloquecidos; cuando… retrocediendo ante su mirada, me acurruqué de nuevo en mi puesto junto a Agamenón, que gemía y vomitaba… tuve que preguntarme de qué material resistente están hechos los lazos que nos unen a la vida. Vi que Marpesa, que, como ya en otro tiempo, no quería hablarme, estaba mejor preparada que yo, la adivina, para lo que ahora vivíamos; porque yo sentía placer por todo lo que veía –placer; ¡no esperanza! – y seguía viviendo para ver.

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