lunes, 3 de junio de 2013

“Cuentos completos” de Rodolfo Walsh


A los relatos ya publicados  en  “Un kilo de oro”, “Los oficios terrestres”, “Variaciones en rojo”, “Cuento para tahúres y otros relatos policiales” y “Zugzwang/Un oscuro día de justicia”, se suman muchos textos que aparecieron en revistas pero nunca en libros, dos que se incluyeron en antologías de varios autores y uno totalmente inédito. Se incluyen reveladoras conversaciones de Walsh con Piglia y Rosalba Campra.


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Revista Ñ, 12/04/2013

La sangre derramada
La reedición de los "Cuentos completos" de Rodolfo Walsh, preparada y prologada por Ricardo Piglia para Ediciones de la Flor con textos recuperados, lo confirma en el pináculo de los grandes cuentistas de la literatura.

Por Juan Jose Delaney

Más allá de la potente investigación política conocida como Operación masacre (1957) y de los textos que la sucedieron en la misma dirección titulados ¿Quién mato a Rosendo? (1969) y El caso Satanovsky (1973), de sus dos piezas dramáticas y de los numerosos ensayos breves de variada índole, es en el terreno de la narrativa breve donde encuentra plenitud artística el proyecto literario trunco de Rodolfo J. Walsh. Por tal razón resulta especialmente importante esta edición de sus Cuentos completos preparada y prologada por Ricardo Piglia para Ediciones de la Flor, editorial que durante años mantuvo en catálogo los volúmenes individuales de los relatos del malogrado autor, y que para esta edición suma textos desconocidos, aparentemente perdidos hasta ahora o que no habían sido reunidos en formato libro.
Quizás mucho más que en otros, la biografía de este narrador determinó su producción que, cronológicamente, revela la imposibilidad de deslindar la literatura de la vida; en tal sentido, su opción última por el compromiso político puso deliberado fin a una propuesta singular de la que el volumen que comentamos es la expresión mayor.
Nacido en Choele-Choel, provincia de Río Negro, en 1927, tanto del lado paterno como del materno, Rodolfo Jorge Walsh descendía de aquellos irlandeses que, muy especialmente durante la segunda mitad del siglo XIX, habían visto en la remota Argentina un lugar donde realizar los sueños que Irlanda, hostigada por la Gran Hambruna (1845-1852) y por la presencia invasora de la Gran Bretaña, les vedaba. Como tantos inmigrantes irlandeses y sus hijos, los Walsh se inclinaron a las tareas del campo, las que, en algún momento, no les fueron propicias. Así, avatares económicos llevaron a que los padres del escritor, para quienes el trabajo y la cultura eran categóricos valores ancestrales, enviaran a dos de sus hijos varones (Rodolfo y Héctor) al pupilaje situado en Capilla del Señor, creado por la comunidad hiberno-argentina para los niños cuyos padres trabajaban en la campaña bonaerense, y que regenteaban monjas conocidas como Daughters of Mercy; era esta institución la antesala del Fahy Farm, riguroso pupilaje católico, situado en Moreno, provincia de Buenos Aires, donde los alumnos cursaban de 4° grado a 1er año Comercial; en aquel entonces, estaba a cargo de religiosos Palotinos de origen irlandés, la misma Orden a la que pertenecían los tres sacerdotes y dos seminaristas que, durante la última dictadura, el 4 de julio de 1976, fueron acribillados por fuerzas paramilitares en el templo porteño de San Patricio.
Del paso de Rodolfo Jorge Walsh por el Fahy, en el que alternó el estudio y la práctica de las lenguas inglesa y española mediante la apretada pero inflexible Concise English for Foreign Students , de C. E. Eckersley, y El habla de mi tierra , de Rodolfo M. Ragucci, respectivamente, y donde aprendió que “la letra con sangre entra” y que “hemos venido para sufrir”, dan cuenta cuatro relatos: “Irlandeses detrás de un gato”, (en Los oficios terrestres , 1965), “Los oficios terrestres”, (en Un kilo de oro , 1967), “Un oscuro día de justicia” (publicado unitariamente en un breve volumen homónimo junto a una entrevista de Piglia que esta edición reproduce) y “El 37” que, por haber aparecido en una de las antologías de la legendaria Editorial Jorge Alvarez bajo el título de Memorias de infancia , fue ignorado o postergado como cuento, siendo que es el más intenso de la serie. Esta nueva publicación recupera e incorpora el texto.
Según Michael McCaughan en su biografía titulada True Crimes , Carlos, hermano mayor del escritor, juzgó que Rodolfo dilapidó su genio literario, bloqueado por un “instinto subversivo” nacido de un resentimiento que nació en el Instituto Fahy.
El hecho de que estas historias aparecieran en volúmenes autónomos, sin unidad temática, sugiere que el autor no tenía un plan orgánico sobre el asunto de los Irish-porteños como materia de escritura. Sin embargo, en la mencionada entrevista con Piglia afirmó Walsh su voluntad de continuar la serie.
En su conjunto, estos cuentos constituyen un microcosmos de la realidad del país en el que el componente inmigratorio fue central y, en otro sentido, revelan ansias de verdad y justicia, cuestión medular en la obra del escritor. “El 37”, el más lírico e intenso, fue publicado por primera vez en 1960. Da cuenta de la visita que su padre le hizo al colegio de “Capilla”, en 1937, un domingo inevitablemente triste. El día en cuestión, el futuro escritor tenía apenas diez años pero veía mucho más que lo que el padre quería mostrar o sus palabras revelar.
“Un domingo vino mi padre a vernos. Nos dejaron salir a la quinta contigua, sentarnos en el pasto. Abrió un paquete, sacó pan y un salame, comió con nosotros. Sospeché que tenía hambre y no de ese día. Habló de fútbol, Moreno, Labruna, Pedernera: él y yo éramos hinchas de River. Tal vez habló de política. Era radical. La primera mala palabra que aprendí en casa fue Uriburu (sic). (…) Durante un largo rato fuimos muy felices, aunque lo veía apenado, ansioso de que le dijéramos que estábamos bien. Y, sí, estábamos bien. Después supe lo mal que ellos lo pasaban. En realidad estaba aplastado, no conseguía trabajo.” En la misma evocación hay palabras que aluden a una realidad mayor: “En los dos colegios irlandeses en que he estado, descubrí entre los pupilos una necesidad compulsiva de establecer las escalas de prestigio, el valor, la fuerza. Detrás del recibimiento convencional del primer día, me estaban calibrando, situando tentativamente en una jerarquía”.
Como quedó anotado, en el colegio el correlato existencial de la situación familiar se sintetizaba en el discurso según el cual la vida es sufrimiento y dolor, y la convicción de que hemos venido al mundo para sufrir: sentencia contra la que letras y acciones de Walsh habrían de rebelarse.
“Irlandeses detrás de un gato” es un relato de iniciación que supone una búsqueda de la propia identidad; la síntesis, la efectividad y la original renovación del mito ancestral no son aquí méritos menores cuando suele ser la novela o la nouvelle el género en que estas aventuras se formulan. Por este cuento, como en “Los oficios terrestres” y “Un oscuro día de justicia”, desfilan nombres reconocibles como los rígidos celadores Dillon y O’Durnin, el loco de Gielty, el padre Gormally (aquel duro eclesiástico que muchos años después se sirvió del periódico The Southern Cross para disculparse por haber maltratado a sus alumnos), condiscípulos como el inolvidable futbolista Gunning y tantos otros como los apellidados Ross, Scally, Delaney, Geraghty, Mullaly, Kiernan, Mulligan, Carmody, Dashwood, Murtagh, Ryan o “Pata Santa” Walker que “no era un líder y nunca podría serlo, aunque aseguraba descender de reyes y no de pobres chacareros de Suipacha (...)”. Unos ciento treinta pupilos, en fin, quienes, como personajes de Dickens, convivían en una atmósfera victoriana dentro de un edificio que “se alzaba como un dragón alto y sombrío con su reluciente dentadura de luces en los dormitorios”. En el grupo que allí habitaba se imponían (como en el mundo externo) luchas constantes por ganarse un lugar y un respeto.

La lengua oblicua
La posesión de la lengua inglesa que Rodolfo Walsh recibió de sus padres y cuyo conocimiento ahondó en el Colegio está en la esencia de su obra; la voluntad de adjetivar certeramente para lograr eficacia y economía, el afán de síntesis, la elipsis, el humor sutil, la ironía, en efecto, dominan su prosa. De la lengua originaria de sus ancestros (el irlandés o gaélico) hereda, por otra parte, el carácter oblicuo del discurso. Así, lo sugerido, lo no dicho, lo que el otro debe entrever es un constituyente típico de su poética, muy notoriamente en los formidables relatos titulados “Esa mujer” y “Fotos”. Alguna vez John Banville explicó esta particularidad de la siguiente manera: “La lengua irlandesa es oblicua: uno no se expresa de un modo directo. Creo que la lengua irlandesa es más una forma de evasión que de comunicación. Y si bien hemos perdido nuestra lengua, se puede afirmar que hay una gramática profunda en nuestro cerebro: hablamos y escribimos inglés sobre la base del hablante gaélico”. Tal es el fenómeno que, en español, acusa la escritura de Walsh.
Hacia 1944, siendo un adolescente de 17 años, logró entrar en la editorial Hachette, ubicada en el centro de la ciudad. Empezó como corrector de pruebas y pronto sus conocimientos de la lengua inglesa le permitieron iniciarse como traductor. Luego fue sucesivamente editor, antólogo y finalmente integró el catálogo editorial como autor. Tradujo numerosas obras detectivescas de Patrick Quentin, Ellery Queen, Victor Canning y, sobre todo, de Cornell Woolrich (que también firmaba sus historias con el pseudónimo de William Irish), entre otros. Para quien tan atento y aferrado a la vida estaba, resulta paradójico que no pocas de estas versiones aparecieran en una serie denominada “Evasión”. Innecesario señalar que no sólo esta actividad laboral sino la tarea misma de traducir contribuyeron a la formación del joven escritor, al tiempo que le brindaban materia prima para sus ficciones que años más tarde se verían elaboradas en textos como “La aventura de las pruebas de imprenta” o “Nota al pie”. Fue por esta época que empezó a producir sus propias intrigas detectivescas que, entre 1951 y 1961, fueron publicadas por revistas de circulación masiva como Vea y Lea y Leoplán. Jorge B. Rivera (junto con Jorge Lafforgue pionero en el redescubrimiento y valoración de nuestra literatura de misterio) reunió algunas de aquellas historias (a las que sumó algún cuento fantástico y un par de ensayos relativos a las literaturas “marginales”, y las publicó, en 1987, bajo el título Cuento para tahúres y otros relatos policiales ; Víctor Pesce, autor de un “Fichero” adjunto, en el que comenta los textos recuperados, vincula al comisario Laurenzi con el Isidro Parodi del binomio Borges-Bioy, con el Padre Metri de Leonardo Castellani y con don Frutos Gómez, de Ayala Gauna en el sentido de que son portadores “de un empírico saber popular que lo caracteriza y que usa para resolver los distintos casos a que se ve enfrentado”, y destaca, además, el contrapunto dialéctico respecto del otro investigador creado por Walsh, el intelectual Daniel Hernández, su álter ego. La edición que comentamos incorpora los cuentos en cuestión y algún otro. Para quienes busquen examinar el camino del escritor, la lectura de estas narraciones permitirá detectar influencias y lecturas (Borges, su tono en “Los ojos del traidor”, Chesterton, Conan Doyle, Dorothy Sayers, Jack London, O. Henry...) y el trabajo por encontrar su voz (la voluntad de adjetivar profusamente –en esta etapa, no siempre con puntería–, el uso de anticuados enclíticos, aunque también la denodada búsqueda de síntesis, el uso efectivo de la elipsis). Tanto estas historias como las que integrarían Variaciones en rojo , se inscriben dentro de la vertiente clásica o inglesa del género policial. Lecturas y escrituras dentro de esta línea fueron, probablemente, decisivas para los trabajos de investigación que lo esperaban. Lo cierto fue que terminaría desdeñando esta etapa de su oficio de escritor. Acaso premonitoriamente respecto de esa inicial posición, en algún momento del relato titulado “Simbiosis”, leemos: “El comisario carraspeó y encendió un nuevo cigarrillo. Tiene el don natural de la pausa dramática. Tal vez por eso le he dicho que debería dedicarse a escribir cuentos para revistas. El se ríe y contesta que lo deja para gente como yo. Conociendo su mal natural presumo que es una forma disimulada de insultarme”.
En abril de 1953 la casa editora para la que trabaja publica en la mencionada serie “Evasión” su antología pionera Diez cuentos policiales argentinos ; están ahí, entre otros, los nombres importantes que habrían de permanecer dentro de la narrativa detectivesca local: Jorge Luis Borges, Adolfo Pérez Zelaschi, Manuel Peyrou, I. Eisen (Isaac Aisemberg), Jerónimo del Rey (Leonardo Castellani) y el mismísimo Walsh con su “Cuento para tahúres”. La nota biográfica correspondiente al antólogo es breve: “Rodolfo J. Walsh nació en 1927. Colabora en revistas de Buenos Aires. Esta editorial publicará próximamente en una de sus colecciones policiales, la serie de relatos titulada Variaciones en rojo ”. El libro importa por la selección en sí misma y por lo que Walsh afirma en la “Noticia” preliminar donde reivindica la literatura policial clásica, señala a “La muerte y la brújula”, de Borges, como “el ideal del género”, y asegura que, junto a las obras de Castellani y Peyrou “son el comienzo de una producción que ha ido creciendo en cantidad y que quiere estar al nivel de la excelente calidad técnica de los iniciadores”. Valora, por otra parte, un cambio en el público que “admite ya la posibilidad de que Buenos Aires sea el escenario de una aventura policial”. Finalmente, acusando lo que ya es una preocupación en su escritura personal, destaca las contribuciones de Borges, Peyrou y Castellani que en los relatos “añaden la excelencia del estilo que los convierte en verdaderas obras maestras”.
Unos meses después, en efecto, aparece el primer libro de Walsh: Variaciones en rojo . La obra, que obtuvo el Primer Premio Municipal de Literatura, contiene tres novelines policiales que remiten claramente a la escuela clásica, deductiva o de enigma: “La aventura de las pruebas de imprenta”, “Variaciones en rojo” y “Asesinato a distancia”. Además, se presenta a Daniel Hernández, investigador amateur cuyo nombre tiene claras reminiscencias bíblicas, según el narrador indica mediante los acápites a las dos primeras narraciones, los que están tomados del Libro de Daniel. No es la primera vez que la narrativa policial y de misterio sugiere o declara lazos con lo religioso: es que en su esencia están el Bien y el Mal. En otro sentido, el libro todo exhibe voluntad de estilo y, en algunos momentos, las huellas de Cornell Woolrich. Sobre ocasionales y significativas reflexiones vinculadas con el arte y la vida y respecto de la vida en sí misma, y más allá de la riqueza estilística, esta corriente de la literatura detectivesca no logra disimular el artificio y cierto carácter lúdico que los detractores del género no suelen olvidar. La verdad es que sus recursos distan de las tentativas de la novela noir y de las investigaciones posteriores del propio Walsh, por dar un ejemplo pertinente. Aunque el volumen no constituye lo mejor de su producción, Variaciones en rojo contribuyó, por cierto, a la época de oro del relato policial en nuestro medio, la que se desarrolló durante la década de 1940 hasta 1955, aproximadamente. (A propósito: en algún lugar de “Nota al pie” leemos: ‘A menudo discutí con usted si fue la caída del peronismo lo que acabó con el fervor por las novelas policiales.’) Por lo demás, tras la publicación de su primer libro, ya en posesión plena de sus recursos, el escritor se muestra dotado para los textos que lo consagrarán como maestro del relato breve.
De 1956 es su Antología del cuento extraño que preparó también para Hachette y que revela algunas de sus curiosas preferencias: Lugones, Papini, Kordon, Beerbohm, Kipling, Silvina Ocampo, Unamuno...
En el año 1954, un librero neoyorquino ofreció a un entonces joven profesor de la Universidad de Michigan que se especializaba en el género policial y que, bajo el padrinazgo de Enrique Anderson Imbert, había escrito su tesis sobre su desarrollo en la Argentina, un libro titulado Diez cuentos policiales argentinos . Con ese tesoro en sus manos, el profesor Donald A. Yates le escribió al desconocido Rodolfo Walsh. Fue el principio de una amistad y de un proyecto empresario. Cuenta Yates: “Empecé a traducir sus historias al inglés para revistas de misterio locales, y él hizo lo mismo por mí en Argentina. Después se nos ocurrió traducir a otros escritores argentinos y de lengua inglesa dedicados al género y fue entonces cuando fundamos la New World Literary Agency.” Como casi todo emprendimiento comercial liderado por intelectuales, la agencia fracasó. Pero lo cierto fue que el intercambio existió y hasta cierto punto fue fructífero (tengo ante mí, por ejemplo, el número 506 de la revista Leoplán, de julio de 1955, que incluye el ingenioso cuento sobre el clásico problema de “cuarto cerrado” que se titula “El tirolés herido”, escrito por Yates y traducido por Walsh). Pese al fiasco, el intercambio continuó: fue Rudy Walsh quien, entre otros intercambios, entusiasmado le envió a Yates un ejemplar de la premiada novela Rosaura a las diez , de Marco Denevi, que el americano tradujo y que desde entonces varias universidades estadounidenses utilizan para la enseñanza del español. Gracias a esa reciprocidad intelectual y al escrupuloso archivo de Yates, pudo ser rescatado el cuento “Quiromancia” que se creía perdido para siempre y que ahora integra este volumen. (Yates posee, además, cerca de cincuenta cartas de Walsh referidas al género policial, a la traducción y a la literatura argentina del momento. Estos documentos, como la carta que, a modo de apéndice, se incluye en esta edición de sus Cuentos completos , interesan para entender debidamente su visión de la literatura, sobre la indeclinable relación que, según él, debían tener las letras con la vida real y, también, para comprender en qué consistía su especial alegría de vivir).
Tras este periplo, Rodolfo Walsh se encontró con posibilidades reales de formalizar el programa literario que integrara, con perfección, el qué y el cómo. Los resultados más felices se encuentran en los dos volúmenes de relatos breves titulados Los oficios terrestres (1965) y Un kilo de oro (1967). Están allí los acabados cuentos que, ya dentro de la órbita clásica regida por Poe o la del relato moderno que tiene a Anton Chéjov como maestro primero, constituyen muestras magistrales del género: “Fotos”, secuencias que exponen y desarrollan una serie de oposiciones que, a fin de cuentas, constituirán una radiografía de la clase media, antecedente de la que Manuel Puig ofrecería en Boquitas pintadas (1969), y en cuyo fondo encontramos la persistente antinomia de nuestra literatura: civilización y barbarie; “Cartas”, relacionada con el relato anterior, que exhibe destreza técnica y, sin deslindarse de lo social, preocupación por el lenguaje revelador de identidades: una inquietud que se extiende al original contrapunto de “Nota al pie”, donde el discurso insustancial del jefe, a veces mezquino y distante, acaso culpable, es gradualmente barrido por las palabras del escribiente muerto, construyendo una narración de excepcional calidad que da cuenta del repertorio de recursos del narrador, de su fino oído y escudriñadora mirada, una realización en la que no falta cierta filosofía del lenguaje: ‘Uno llegaba a saber cómo se dice una cosa en dos idiomas, y aun de distintos modos en cada idioma, pero no sabía qué era la cosa’; “Esa mujer”, historia cuyo diálogo contundente logra el efecto mediante la dosificación de estímulos para que el lector contribuya a la reconstrucción de los hechos, a la creación... A este catálogo, auténtico registro de tonos, voces y ritmos de nuestro idioma, deben añadirse los cuatro cuentos sobre Irish-porteños.
Respecto de su oficio de maquinador de ficciones, un Walsh ya maduro confiesa en la “Nota” introductoria a Los oficios terrestres : “No he descubierto las leyes que hacen que ciertos temas se resistan durante lustros enteros a muchos cambios de enfoque y de técnica, mientras que otros se escriben casi solos”.

Por temática, expresión e implicancias, la prosa narrativa de Rodolfo J. Walsh constituye un momento especialmente revelador en la literatura argentina. En el prólogo que ilumina esta edición, que, en rigor, es una lectura política de la cuentística walshiana, Ricardo Piglia afirma con verdad que “los modos de narrar son actos que intervienen en la historia y la organizan: esa lucidez de la forma define la presencia renovadora de Walsh (...)”, y que “(...) sujetos ‘pobres’ y oscuros que cultivan saberes menores son los héroes de su ficción”, realidades que, pese a lo sucinto de su producción, contribuyen a situar a Rodolfo J. Walsh, justamente, entre los cuentistas mayores de nuestra narrativa, junto a Jorge Luis Borges, Julio Cortázar y Marco Denevi.

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