A los relatos ya publicados en “Un
kilo de oro”, “Los oficios terrestres”, “Variaciones en rojo”, “Cuento para
tahúres y otros relatos policiales” y “Zugzwang/Un oscuro día de justicia”, se
suman muchos textos que aparecieron en revistas pero nunca en libros, dos que
se incluyeron en antologías de varios autores y uno totalmente inédito. Se
incluyen reveladoras conversaciones de Walsh con Piglia y Rosalba Campra.
Revista Ñ, 12/04/2013
La sangre derramada
La reedición de los
"Cuentos completos" de Rodolfo Walsh, preparada y prologada por
Ricardo Piglia para Ediciones de la Flor con textos recuperados, lo confirma en
el pináculo de los grandes cuentistas de la literatura.
Por Juan Jose Delaney
Más allá de la potente investigación política conocida como
Operación
masacre (1957) y de los textos que la sucedieron en la misma dirección
titulados
¿Quién mato a Rosendo? (1969) y
El caso
Satanovsky (1973), de sus dos piezas dramáticas y de los numerosos
ensayos breves de variada índole, es en el terreno de la narrativa breve donde
encuentra plenitud artística el proyecto literario trunco de Rodolfo J. Walsh.
Por tal razón resulta especialmente importante esta edición de sus
Cuentos
completos preparada y prologada por Ricardo Piglia para Ediciones de
la Flor, editorial que durante años mantuvo en catálogo los volúmenes
individuales de los relatos del malogrado autor, y que para esta edición suma
textos desconocidos, aparentemente perdidos hasta ahora o que no habían sido
reunidos en formato libro.
Quizás mucho más que en otros, la biografía de este narrador determinó su
producción que, cronológicamente, revela la imposibilidad de deslindar la
literatura de la vida; en tal sentido, su opción última por el compromiso
político puso deliberado fin a una propuesta singular de la que el volumen que
comentamos es la expresión mayor.
Nacido en Choele-Choel, provincia de Río Negro, en 1927, tanto del lado
paterno como del materno, Rodolfo Jorge Walsh descendía de aquellos irlandeses
que, muy especialmente durante la segunda mitad del siglo XIX, habían visto en
la remota Argentina un lugar donde realizar los sueños que Irlanda, hostigada
por la Gran Hambruna (1845-1852) y por la presencia invasora de la Gran
Bretaña, les vedaba. Como tantos inmigrantes irlandeses y sus hijos, los Walsh
se inclinaron a las tareas del campo, las que, en algún momento, no les fueron
propicias. Así, avatares económicos llevaron a que los padres del escritor,
para quienes el trabajo y la cultura eran categóricos valores ancestrales,
enviaran a dos de sus hijos varones (Rodolfo y Héctor) al pupilaje situado en
Capilla del Señor, creado por la comunidad hiberno-argentina para los niños
cuyos padres trabajaban en la campaña bonaerense, y que regenteaban monjas
conocidas como Daughters of Mercy; era esta institución la antesala del Fahy
Farm, riguroso pupilaje católico, situado en Moreno, provincia de Buenos Aires,
donde los alumnos cursaban de 4° grado a 1er año Comercial; en aquel entonces,
estaba a cargo de religiosos Palotinos de origen irlandés, la misma Orden a la
que pertenecían los tres sacerdotes y dos seminaristas que, durante la última
dictadura, el 4 de julio de 1976, fueron acribillados por fuerzas paramilitares
en el templo porteño de San Patricio.
Del paso de Rodolfo Jorge Walsh por el Fahy, en el que alternó el estudio y
la práctica de las lenguas inglesa y española mediante la apretada pero
inflexible
Concise English for Foreign Students , de C. E.
Eckersley, y
El habla de mi tierra , de Rodolfo M. Ragucci,
respectivamente, y donde aprendió que “la letra con sangre entra” y que “hemos
venido para sufrir”, dan cuenta cuatro relatos: “Irlandeses detrás de un gato”,
(en
Los oficios terrestres , 1965), “Los oficios terrestres”,
(en
Un kilo de oro , 1967), “Un oscuro día de justicia”
(publicado unitariamente en un breve volumen homónimo junto a una entrevista de
Piglia que esta edición reproduce) y “El 37” que, por haber aparecido en una de
las antologías de la legendaria Editorial Jorge Alvarez bajo el título de
Memorias
de infancia , fue ignorado o postergado como cuento, siendo que es el
más intenso de la serie. Esta nueva publicación recupera e incorpora el texto.
Según Michael McCaughan en su biografía titulada
True Crimes
, Carlos, hermano mayor del escritor, juzgó que Rodolfo dilapidó su genio
literario, bloqueado por un “instinto subversivo” nacido de un resentimiento
que nació en el Instituto Fahy.
El hecho de que estas historias aparecieran en volúmenes autónomos, sin
unidad temática, sugiere que el autor no tenía un plan orgánico sobre el asunto
de los Irish-porteños como materia de escritura. Sin embargo, en la mencionada
entrevista con Piglia afirmó Walsh su voluntad de continuar la serie.
En su conjunto, estos cuentos constituyen un microcosmos de la realidad del
país en el que el componente inmigratorio fue central y, en otro sentido,
revelan ansias de verdad y justicia, cuestión medular en la obra del escritor.
“El 37”, el más lírico e intenso, fue publicado por primera vez en 1960. Da
cuenta de la visita que su padre le hizo al colegio de “Capilla”, en 1937, un
domingo inevitablemente triste. El día en cuestión, el futuro escritor tenía
apenas diez años pero veía mucho más que lo que el padre quería mostrar o sus
palabras revelar.
“Un domingo vino mi padre a vernos. Nos dejaron salir a la quinta contigua,
sentarnos en el pasto. Abrió un paquete, sacó pan y un salame, comió con
nosotros. Sospeché que tenía hambre y no de ese día. Habló de fútbol, Moreno,
Labruna, Pedernera: él y yo éramos hinchas de River. Tal vez habló de política.
Era radical. La primera mala palabra que aprendí en casa fue Uriburu (sic). (…)
Durante un largo rato fuimos muy felices, aunque lo veía apenado, ansioso de
que le dijéramos que estábamos bien. Y, sí, estábamos bien. Después supe lo mal
que ellos lo pasaban. En realidad estaba aplastado, no conseguía trabajo.” En
la misma evocación hay palabras que aluden a una realidad mayor: “En los dos
colegios irlandeses en que he estado, descubrí entre los pupilos una necesidad
compulsiva de establecer las escalas de prestigio, el valor, la fuerza. Detrás
del recibimiento convencional del primer día, me estaban calibrando, situando
tentativamente en una jerarquía”.
Como quedó anotado, en el colegio el correlato existencial de la situación
familiar se sintetizaba en el discurso según el cual la vida es sufrimiento y
dolor, y la convicción de que hemos venido al mundo para sufrir: sentencia
contra la que letras y acciones de Walsh habrían de rebelarse.
“Irlandeses detrás de un gato” es un relato de iniciación que supone una
búsqueda de la propia identidad; la síntesis, la efectividad y la original
renovación del mito ancestral no son aquí méritos menores cuando suele ser la
novela o la nouvelle el género en que estas aventuras se formulan. Por este
cuento, como en “Los oficios terrestres” y “Un oscuro día de justicia”,
desfilan nombres reconocibles como los rígidos celadores Dillon y O’Durnin, el
loco de Gielty, el padre Gormally (aquel duro eclesiástico que muchos años
después se sirvió del periódico The Southern Cross para disculparse por haber
maltratado a sus alumnos), condiscípulos como el inolvidable futbolista Gunning
y tantos otros como los apellidados Ross, Scally, Delaney, Geraghty, Mullaly,
Kiernan, Mulligan, Carmody, Dashwood, Murtagh, Ryan o “Pata Santa” Walker que
“no era un líder y nunca podría serlo, aunque aseguraba descender de reyes y no
de pobres chacareros de Suipacha (...)”. Unos ciento treinta pupilos, en fin,
quienes, como personajes de Dickens, convivían en una atmósfera victoriana
dentro de un edificio que “se alzaba como un dragón alto y sombrío con su
reluciente dentadura de luces en los dormitorios”. En el grupo que allí
habitaba se imponían (como en el mundo externo) luchas constantes por ganarse
un lugar y un respeto.
La lengua oblicua
La posesión de la lengua inglesa que Rodolfo Walsh recibió de sus padres y
cuyo conocimiento ahondó en el Colegio está en la esencia de su obra; la
voluntad de adjetivar certeramente para lograr eficacia y economía, el afán de
síntesis, la elipsis, el humor sutil, la ironía, en efecto, dominan su prosa.
De la lengua originaria de sus ancestros (el irlandés o gaélico) hereda, por
otra parte, el carácter oblicuo del discurso. Así, lo sugerido, lo no dicho, lo
que el otro debe entrever es un constituyente típico de su poética, muy
notoriamente en los formidables relatos titulados “Esa mujer” y “Fotos”. Alguna
vez John Banville explicó esta particularidad de la siguiente manera: “La
lengua irlandesa es oblicua: uno no se expresa de un modo directo. Creo que la
lengua irlandesa es más una forma de evasión que de comunicación. Y si bien
hemos perdido nuestra lengua, se puede afirmar que hay una gramática profunda
en nuestro cerebro: hablamos y escribimos inglés sobre la base del hablante
gaélico”. Tal es el fenómeno que, en español, acusa la escritura de Walsh.
Hacia 1944, siendo un adolescente de 17 años, logró entrar en la editorial
Hachette, ubicada en el centro de la ciudad. Empezó como corrector de pruebas y
pronto sus conocimientos de la lengua inglesa le permitieron iniciarse como
traductor. Luego fue sucesivamente editor, antólogo y finalmente integró el
catálogo editorial como autor. Tradujo numerosas obras detectivescas de Patrick
Quentin, Ellery Queen, Victor Canning y, sobre todo, de Cornell Woolrich (que
también firmaba sus historias con el pseudónimo de William Irish), entre otros.
Para quien tan atento y aferrado a la vida estaba, resulta paradójico que no
pocas de estas versiones aparecieran en una serie denominada “Evasión”.
Innecesario señalar que no sólo esta actividad laboral sino la tarea misma de
traducir contribuyeron a la formación del joven escritor, al tiempo que le
brindaban materia prima para sus ficciones que años más tarde se verían
elaboradas en textos como “La aventura de las pruebas de imprenta” o “Nota al
pie”. Fue por esta época que empezó a producir sus propias intrigas
detectivescas que, entre 1951 y 1961, fueron publicadas por revistas de
circulación masiva como Vea y Lea y Leoplán. Jorge B. Rivera (junto con Jorge
Lafforgue pionero en el redescubrimiento y valoración de nuestra literatura de
misterio) reunió algunas de aquellas historias (a las que sumó algún cuento
fantástico y un par de ensayos relativos a las literaturas “marginales”, y las
publicó, en 1987, bajo el título
Cuento para tahúres y otros relatos
policiales ; Víctor Pesce, autor de un “Fichero” adjunto, en el que
comenta los textos recuperados, vincula al comisario Laurenzi con el Isidro
Parodi del binomio Borges-Bioy, con el Padre Metri de Leonardo Castellani y con
don Frutos Gómez, de Ayala Gauna en el sentido de que son portadores “de un
empírico saber popular que lo caracteriza y que usa para resolver los distintos
casos a que se ve enfrentado”, y destaca, además, el contrapunto dialéctico
respecto del otro investigador creado por Walsh, el intelectual Daniel
Hernández, su álter ego. La edición que comentamos incorpora los cuentos en
cuestión y algún otro. Para quienes busquen examinar el camino del escritor, la
lectura de estas narraciones permitirá detectar influencias y lecturas (Borges,
su tono en “Los ojos del traidor”, Chesterton, Conan Doyle, Dorothy Sayers,
Jack London, O. Henry...) y el trabajo por encontrar su voz (la voluntad de
adjetivar profusamente –en esta etapa, no siempre con puntería–, el uso de
anticuados enclíticos, aunque también la denodada búsqueda de síntesis, el uso
efectivo de la elipsis). Tanto estas historias como las que integrarían
Variaciones
en rojo , se inscriben dentro de la vertiente clásica o inglesa del
género policial. Lecturas y escrituras dentro de esta línea fueron, probablemente,
decisivas para los trabajos de investigación que lo esperaban. Lo cierto fue
que terminaría desdeñando esta etapa de su oficio de escritor. Acaso
premonitoriamente respecto de esa inicial posición, en algún momento del relato
titulado “Simbiosis”, leemos: “El comisario carraspeó y encendió un nuevo
cigarrillo. Tiene el don natural de la pausa dramática. Tal vez por eso le he
dicho que debería dedicarse a escribir cuentos para revistas. El se ríe y
contesta que lo deja para gente como yo. Conociendo su mal natural presumo que
es una forma disimulada de insultarme”.
En abril de 1953 la casa editora para la que trabaja publica en la
mencionada serie “Evasión” su antología pionera
Diez cuentos policiales
argentinos ; están ahí, entre otros, los nombres importantes que
habrían de permanecer dentro de la narrativa detectivesca local: Jorge Luis
Borges, Adolfo Pérez Zelaschi, Manuel Peyrou, I. Eisen (Isaac Aisemberg),
Jerónimo del Rey (Leonardo Castellani) y el mismísimo Walsh con su “Cuento para
tahúres”. La nota biográfica correspondiente al antólogo es breve: “Rodolfo J.
Walsh nació en 1927. Colabora en revistas de Buenos Aires. Esta editorial
publicará próximamente en una de sus colecciones policiales, la serie de
relatos titulada
Variaciones en rojo ”. El libro importa por
la selección en sí misma y por lo que Walsh afirma en la “Noticia” preliminar
donde reivindica la literatura policial clásica, señala a “La muerte y la
brújula”, de Borges, como “el ideal del género”, y asegura que, junto a las obras
de Castellani y Peyrou “son el comienzo de una producción que ha ido creciendo
en cantidad y que quiere estar al nivel de la excelente calidad técnica de los
iniciadores”. Valora, por otra parte, un cambio en el público que “admite ya la
posibilidad de que Buenos Aires sea el escenario de una aventura policial”.
Finalmente, acusando lo que ya es una preocupación en su escritura personal,
destaca las contribuciones de Borges, Peyrou y Castellani que en los relatos
“añaden la excelencia del estilo que los convierte en verdaderas obras
maestras”.
Unos meses después, en efecto, aparece el primer libro de Walsh:
Variaciones
en rojo . La obra, que obtuvo el Primer Premio Municipal de
Literatura, contiene tres novelines policiales que remiten claramente a la escuela
clásica, deductiva o de enigma: “La aventura de las pruebas de imprenta”,
“Variaciones en rojo” y “Asesinato a distancia”. Además, se presenta a Daniel
Hernández, investigador amateur cuyo nombre tiene claras reminiscencias
bíblicas, según el narrador indica mediante los acápites a las dos primeras
narraciones, los que están tomados del Libro de Daniel. No es la primera vez
que la narrativa policial y de misterio sugiere o declara lazos con lo
religioso: es que en su esencia están el Bien y el Mal. En otro sentido, el
libro todo exhibe voluntad de estilo y, en algunos momentos, las huellas de
Cornell Woolrich. Sobre ocasionales y significativas reflexiones vinculadas con
el arte y la vida y respecto de la vida en sí misma, y más allá de la riqueza estilística,
esta corriente de la literatura detectivesca no logra disimular el artificio y
cierto carácter lúdico que los detractores del género no suelen olvidar. La
verdad es que sus recursos distan de las tentativas de la novela noir y de las
investigaciones posteriores del propio Walsh, por dar un ejemplo pertinente.
Aunque el volumen no constituye lo mejor de su producción, Variaciones en rojo
contribuyó, por cierto, a la época de oro del relato policial en nuestro medio,
la que se desarrolló durante la década de 1940 hasta 1955, aproximadamente. (A
propósito: en algún lugar de “Nota al pie” leemos: ‘A menudo discutí con usted
si fue la caída del peronismo lo que acabó con el fervor por las novelas
policiales.’) Por lo demás, tras la publicación de su primer libro, ya en
posesión plena de sus recursos, el escritor se muestra dotado para los textos
que lo consagrarán como maestro del relato breve.
De 1956 es su Antología del cuento extraño que preparó también para Hachette
y que revela algunas de sus curiosas preferencias: Lugones, Papini, Kordon,
Beerbohm, Kipling, Silvina Ocampo, Unamuno...
En el año 1954, un librero neoyorquino ofreció a un entonces joven profesor
de la Universidad de Michigan que se especializaba en el género policial y que,
bajo el padrinazgo de Enrique Anderson Imbert, había escrito su tesis sobre su
desarrollo en la Argentina, un libro titulado Diez cuentos policiales
argentinos . Con ese tesoro en sus manos, el profesor Donald A. Yates le
escribió al desconocido Rodolfo Walsh. Fue el principio de una amistad y de un
proyecto empresario. Cuenta Yates: “Empecé a traducir sus historias al inglés
para revistas de misterio locales, y él hizo lo mismo por mí en Argentina.
Después se nos ocurrió traducir a otros escritores argentinos y de lengua
inglesa dedicados al género y fue entonces cuando fundamos la New World
Literary Agency.” Como casi todo emprendimiento comercial liderado por
intelectuales, la agencia fracasó. Pero lo cierto fue que el intercambio
existió y hasta cierto punto fue fructífero (tengo ante mí, por ejemplo, el
número 506 de la revista Leoplán, de julio de 1955, que incluye el ingenioso
cuento sobre el clásico problema de “cuarto cerrado” que se titula “El tirolés
herido”, escrito por Yates y traducido por Walsh). Pese al fiasco, el
intercambio continuó: fue Rudy Walsh quien, entre otros intercambios,
entusiasmado le envió a Yates un ejemplar de la premiada novela
Rosaura
a las diez , de Marco Denevi, que el americano tradujo y que desde
entonces varias universidades estadounidenses utilizan para la enseñanza del
español. Gracias a esa reciprocidad intelectual y al escrupuloso archivo de
Yates, pudo ser rescatado el cuento “Quiromancia” que se creía perdido para
siempre y que ahora integra este volumen. (Yates posee, además, cerca de
cincuenta cartas de Walsh referidas al género policial, a la traducción y a la
literatura argentina del momento. Estos documentos, como la carta que, a modo
de apéndice, se incluye en esta edición de sus Cuentos completos , interesan
para entender debidamente su visión de la literatura, sobre la indeclinable
relación que, según él, debían tener las letras con la vida real y, también,
para comprender en qué consistía su especial alegría de vivir).
Tras este periplo, Rodolfo Walsh se encontró con posibilidades reales de
formalizar el programa literario que integrara, con perfección, el qué y el
cómo. Los resultados más felices se encuentran en los dos volúmenes de relatos
breves titulados
Los oficios terrestres (1965) y
Un
kilo de oro (1967). Están allí los acabados cuentos que, ya dentro de
la órbita clásica regida por Poe o la del relato moderno que tiene a Anton
Chéjov como maestro primero, constituyen muestras magistrales del género:
“Fotos”, secuencias que exponen y desarrollan una serie de oposiciones que, a
fin de cuentas, constituirán una radiografía de la clase media, antecedente de
la que Manuel Puig ofrecería en
Boquitas pintadas (1969), y en
cuyo fondo encontramos la persistente antinomia de nuestra literatura:
civilización y barbarie; “Cartas”, relacionada con el relato anterior, que
exhibe destreza técnica y, sin deslindarse de lo social, preocupación por el
lenguaje revelador de identidades: una inquietud que se extiende al original
contrapunto de “Nota al pie”, donde el discurso insustancial del jefe, a veces
mezquino y distante, acaso culpable, es gradualmente barrido por las palabras
del escribiente muerto, construyendo una narración de excepcional calidad que
da cuenta del repertorio de recursos del narrador, de su fino oído y escudriñadora
mirada, una realización en la que no falta cierta filosofía del lenguaje: ‘Uno
llegaba a saber cómo se dice una cosa en dos idiomas, y aun de distintos modos
en cada idioma, pero no sabía qué era la cosa’; “Esa mujer”, historia cuyo
diálogo contundente logra el efecto mediante la dosificación de estímulos para
que el lector contribuya a la reconstrucción de los hechos, a la creación... A
este catálogo, auténtico registro de tonos, voces y ritmos de nuestro idioma,
deben añadirse los cuatro cuentos sobre Irish-porteños.
Respecto de su oficio de maquinador de ficciones, un Walsh ya maduro
confiesa en la “Nota” introductoria a
Los oficios terrestres :
“No he descubierto las leyes que hacen que ciertos temas se resistan durante
lustros enteros a muchos cambios de enfoque y de técnica, mientras que otros se
escriben casi solos”.
Por temática, expresión e implicancias, la prosa narrativa de Rodolfo J.
Walsh constituye un momento especialmente revelador en la literatura argentina.
En el prólogo que ilumina esta edición, que, en rigor, es una lectura política
de la cuentística walshiana, Ricardo Piglia afirma con verdad que “los modos de
narrar son actos que intervienen en la historia y la organizan: esa lucidez de
la forma define la presencia renovadora de Walsh (...)”, y que “(...) sujetos
‘pobres’ y oscuros que cultivan saberes menores son los héroes de su ficción”,
realidades que, pese a lo sucinto de su producción, contribuyen a situar a
Rodolfo J. Walsh, justamente, entre los cuentistas mayores de nuestra narrativa,
junto a Jorge Luis Borges, Julio Cortázar y Marco Denevi.