Luego de "El viento que arrasa", Selva Almada se consolida como una de
las escritoras ineludibles de la literatura argentina contemporánea con
"Ladrilleros".
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Litoral, sermones evangélicos
y “personajes que podrían ser de cualquier lugar”
Dos generaciones:
Beatriz Sarlo entrevista a Selva Almada, autora del libro del año 2012 de
Revista Ñ.
POR Beatriz Sarlo. Revista Ñ, 7 de abril de 2013
No la conocía a Selva Almada
cuando, el año pasado, la editorial Mardulce me envió su primera novela, El
viento que arrasa. La empecé y la terminé esa misma tarde. No esperaba una
novela así: el viaje de un pastor evangelista por caminos secundarios del
Chaco, acompañado por su hija adolescente en un auto destartalado, con el que
llegan a un taller mecánico en el medio del campo, donde viven un muchacho y un
hombre. Nada más, excepto los sermones del pastor y su poder magnético sobre
los dos chicos. Todo es raro y original para la ficción argentina que conozco:
no era literatura urbana, no había ironía ni guiños a la comunidad literaria,
la autora no contaba una historia autobiográfica. Al día siguiente escribí una
reseña sobre El viento que arrasa y me alegró saber que la novela les
gustaba a muchos. Una especie de Claire Keegan argentina, pensé. Ahora Selva
Almada publicará, también en Mar Dulce, Ladrilleros. Leí las pruebas de
página y, por fin, nos sentamos a conversar.
“Nací, me crié y viví en Villa
Elisa hasta los 17 años. A treinta kilómetros de Colón. Un lugar muy católico.
Tengo mejores recuerdos de la infancia. En la adolescencia no la pasé bien, no
tenía los mismos intereses, ir al boliche, a bailar, tener novio. De todos
modos, era un pueblo bueno, bastante típico del interior de Entre Ríos. Después
me fui a estudiar a Paraná, donde estuve hasta que, a los 27, me vine a Buenos
Aires.” –¿Qué estudiabas?
–Comunicación Social. Pero,
cuando empecé a escribir ficción, me di cuenta de que tenía que hacer una
lectura más ordenada, no sólo lo que me caía en las manos. Entonces me anoté en
algunas materias del profesorado de literatura; me enganché, dejé comunicación
y terminé el profesorado.
–¿Qué bibliotecas tenías a mano
de chica, en tu pueblo?
–Primero, la de la escuela
primaria, con muchos de los clásicos juveniles, los Salgari, Alcott, Mark
Twain, bueno, todos esos. Ya adolescente, me hice socia de la biblioteca
popular del pueblo. Ahí leía un poco lo que me recomendaba la bibliotecaria,
novelas y sobre todo best-sellers. Cuando empecé literatura en Paraná, me di
cuenta de que yo siempre había leído mucho pero que no había leído a los
autores correctos. Me decían: “Ah, ¿pero no leíste a Cortázar?”. Yo no había
leído a Cortázar en la adolescencia y era como un “Auch! No, no lo leí”. Eso me
hacía sentir insegura.
–Lo que yo veo es una comunidad
de proyecto estético, básicamente con el primer Saer. ¿De dónde viene la
literatura? Difícil saberlo. Pienso en “El viento que arrasa”. Dijiste que
venís de “un pueblo muy católico”, ¿el predicador evangelista de esa novela de
dónde salió? Esos “evangelios” que también son mencionados en tu segunda
novela, “Ladrilleros”...
–En los últimos años que viví en
mi pueblo recién empezaban a aparecer muy tímidamente los Testigos de Jehová o
los evangelistas, rechazados porque era gente de allí mismo que se había
convertido. En la Iglesia el cura regalaba unos stickers grandotes, que tenían
una figura de Cristo y abajo decía: “En esta casa somos católicos”. Había que
pegarlo en la puerta como advertencia para que ni siquiera se acercaran. Eso no
pasaba en mi casa. Mi mamá es católica pero conocía a estas mujeres que se
habían hecho Testigos de Jehová, entonces cuando venían, les abría la puerta,
les escuchaba el discurso, les compraba la revista. Años después, conocí el
pueblo de mi marido en el Chaco, cerca de la frontera con Santa Fe. Allí me
llamó la atención lo contrario: la cantidad de templos protestantes (allá les
dicen “evangelios” a todos) que convivían tranquilamente con la Iglesia
Católica. En realidad, yo tenía pensada una serie de cuentos que iban a
transcurrir en la ruta, había escrito el primero y cuando empecé el segundo,
imaginé un hombre que viaja por su trabajo pero no es un viajante de comercio,
porque ya había encontrado ese personaje en otros cuentos. Como estaba leyendo
sobre todo a Flannery O’Connor, y sus cuentos están llenos de pastores, ahí
decidí: un tipo que sea pastor itinerante, que venda biblias, dé sermones. Se
me ocurrió situarlo en el Chaco porque ahí yo había tenido la primera
experiencia de tantos evangelistas dando vueltas.
–Los sermones del reverendo los
armaste con textos de las revistas evangélicas…
–Sí, de las revistas. Con la novela ya bastante encaminada, se me ocurrió
agregar los sermones, porque quería salir del estereotipo del pastor chanta. Se
me ocurrió reforzar al pastor por el lado de su mismo discurso y escribir
sermones que lo representaran, sin usar la perspectiva del narrador, sino
haciéndolo hablar al Reverendo. No tenía muchos elementos, no leí la Biblia,
pero allí estaban esas revistas que habían dejado los Testigos de Jehová en mi
casa de Villa Elisa. Los versículos que ellos citan me sirvieron como disparador
para los sermones del Reverendo que yo quería escribir. Después en Buenos
Aires, cerca de donde vivo, en Flores, me dieron los de un pastor coreano.
–En “El viento que arrasa” esos
sermones tienen un extraordinario poder. Que la hija del Reverendo siga
adherida a su padre en ese viaje interminable por pueblitos y que el Reverendo
conquiste a ese chico y lo arrastre con él tiene que ver con algo discursivo.
Los sermones funcionan impulsando la ficción y no sólo como muestra de que así
hablaba ese hombre. Sostienen la estructura argumental. Y, también, hacen a la
rareza de tu novela en la literatura actual. No hay ironía, ni parodia, por
ejemplo, en esa escena en que la madre del futuro predicador lo entrega a las
aguas del río, como en un segundo bautismo.
–Sí, bueno, no sé si hay tantas
novelas en donde haya pastores…
–No sólo por eso, sino porque le
meten a la novela una lengua rara, que impide toda identificación pintoresca o
costumbrista.
–Claro, a fin de cuentas, los
personajes podrían ser de cualquier lugar.
–En estos días apareció tu
segunda novela, “Ladrilleros”. ¿La empezaste a escribir antes o después de “El
viento que arrasa”?
–Después.
–Al leer “Ladrilleros” tuve la
impresión de que venía de antes.
–No. Me habían contado una historia,
que también trascurría en esa zona, sobre dos familias enfrentadas, ladrilleros
que en un parque de diversiones se agarran a tiros y a cuchillazos, y muere un
par de cada bando. Me gustó como arranque de algo y la empecé a escribir casi
inmediatamente después de haber terminado El viento....
–”Ladrilleros” no se priva de
nada, palizas, sangre, actos sexuales heterosexuales y homosexuales, tiene toda
la acción posible para una literatura como la tuya, que es refinada y cauta.
Por eso pensé: Selva, que vació de acción la novela anterior, que se negó a
escribir lo que podía esperarse del encuentro de esos adolescentes en “El
viento..”, que se decidió a decepcionar al lector en sus expectativas más
convencionales (lo cual me parece formidable), y le dice: “Lo que usted está
pensando no va a suceder”, bueno, Selva en “Ladrilleros” repone todo aquello
que no se permitió en “El viento que arrasa”. Por eso la pensé como una novela
que había empezado a ser escrita primero. Una novela que avisa: “Agarráte
porque pongo todo”.
–Sí, me pasó un poco eso. Con El
viento...todos suponen que va a pasar algo y no pasa nada.
Ladrilleros, ya desde la anécdota que
escuché, era como una de tiros, tampoco es una de Tarantino la novela, pero
tiene acción. Son dos pibes desangrándose y muriéndose después de haber peleado
a cuchillo y, además, conté de dónde vienen esas muertes, ese rencor más
antiguo que les llega de los padres y del odio o el amor que sienten por ellos.
Los personajes eran tipos así violentos y pedían una narración más explícita.
Pero hay una cosa más poética en las alucinaciones de los dos agonizantes. De
todos modos, creo que, en el fondo, las dos novelas son parecidas y comparten
la misma lengua.