No soy epiléptica, tengo epilepsia. Esta aseveración,
pronunciada con la furia eléctrica que habita en Lily, la protagonista de este
libro, es una de las múltiples puertas de entrada a una historia, jamás mejor
dicho, deslumbrante. Una novela donde la enfermedad es presente cotidiano, la
búsqueda convierte al pasado en futuro inmediato y las relaciones humanas se
enfrentan a su condición determinante: la ruptura constante y repetida que
antecede a la reconstrucción.
Aunque se ha dicho hasta el cansancio que leer es habitar un
espacio diferente, encontrar un libro que encierra al lector en los
acontecimientos narrados es tan extraño como doloroso, más cuando se trata de
vivir una enfermedad que no nos ha sido destinada, padecer la urgencia de una
investigación que de testigos nos convierte en cómplices, experimentar la
dualidad amor-odio que gobierna las relaciones de Lily con los otros, pasear
por un Londres que se come a sí mismo y a sus habitantes, deambular por los
pasillos de hospitales que parecen cementerios.
Ray Robinson, en su primera novela, ha logrado lo que tantos
escritores buscan durante toda su vida: entregar a sus lectores una experiencia
sinestésica, una historia absoluta. Hacernos sentir las descargas de energía
que recorren la piel en un ataque, inmovilizarnos los brazos y las piernas,
descontrolar el castañeo de nuestros dientes, deslumbrarnos con la luz blanca y
destellante que lo gobierna todo mientras la electricidad toma posesión de
nuestros cuerpos.
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