Héctor Yánover, “excelente poeta y un ejemplar de una especie en vías de extinción: un gran librero”, como lo definió Héctor Tizón en su despedida, fundó Librería Norte en 1961, en un pequeño comercio de la avenida Pueyrredón. Cuenta Debora, su hija –ahora al frente de la librería– que antes, en ese mismo local, había una librería escolar que se llamaba así y que su papá decidió mantener el nombre. Estuvieron unos años en esa ubicación hasta mudarse a la actual en calle Las Heras, a metros de Avenida Pueyrredón. Era un “ferviente creyente en que los libros ayudan a las personas, en que la cultura construye una nación”. Fue también director de la Biblioteca Nacional, hizo radio y televisión: su labor en la difusión de la literatura continuaba ahí, entre los estantes que cuidadosamente ordenaba y donde recibía a los clientes con recitados y recomendaciones fervorosas.
Hay una foto de Gabriel García Márquez con Héctor en uno de los breves blancos sin libros que hay en las paredes de la librería. La visitó cuando grabó uno de los varios discos (o libros sonoros) que Yanover produjo, llevando a estudio a los escritores más importantes de la época para que esas voces quedaran guardadas recitando sus propias obras. Debora recuerda que por esos días acababa de salir Cien años de soledad y García Márquez firmó varios ejemplares. “Pero a mí no me quedó ninguno”, se lamenta. Por esa librería pasaron autores como Juan Gelman, Raúl González Tuñón, Carlos Fuentes, Augusto Monterroso, Italo Calvino (ella recordará un paseo por calle Florida con él y su mujer, lo describirá como a “un hombre encantador”), Jorge Luis Borges, Adolfo Bioy Casares. Y que, por ejemplo, Gonzalo Rojas al visitar Buenos Aires iba directo desde Ezeiza hasta ahí para ver qué novedades había.
¿Cómo se fundó Norte?
Ahora hay muchas más librerías. Cuando yo era chica, esta cantidad era impensable. Estaban prácticamente todas en calle Corrientes y en el microcentro. Mi viejo, cuando abre su primera librería en Santa Fe y Pueyrredón, estaba fuera de radio. La librería la bancó mi abuelo: mi mamá estudiaba Letras y mi papá venía de trabajar en Huemul y en calle Corrientes con estos libreros viejos de libros usados. Cuando se casa, él es un recién llegado de Córdoba, con un sueldo de empleado. Entonces mi abuelo, que tenía guita, le pone una librería con la condición de que lo asocie al hermano menor de mi mamá. Mi papá le vende en el año 60 su parte al hermano menor de mi mamá, que es el dueño de la cadena de librerías Santa Fe, y se va a hacer un viaje de ocho meses por América Latina. Un viaje de poeta, a vivir de sus lecturas y a escribir. Me acuerdo haber ido a Retiro a despedirlo, que se subía al tren y se iba a Jujuy, y llegó a Cuba. La revolución había sido el año anterior. Se quiere quedar en Cuba y mi vieja desde acá le dice que no, de ninguna manera. Así que mi viejo vuelve… El otro día vino un pintor que era amigo de él y me trajo una carta donde le cuenta que acaba de volver y que consiguió un local chiquito para alquilar, que va a poner una librería propia y que está muy contento. Yo me acuerdo; era realmente un local muy pequeño, en frente de donde ahora está la Clínica Suizo Argentina. Se armaban tertulias, los sábados se llenaba, venían todos los amigos: escritores, poetas y psicoanalistas. Duró hasta el año 68, una cosa así, cuando los dueños del local le dicen que se tiene que ir porque vendieron.
¿Ahí ya editaba los discos de escritores por ellos mismos?
Sí, en esa librería. Después reeditamos cuatro, pero era una colección que tenía como treinta. Hay algunas cosas digitalizadas y otras no. Sacamos Borges, Cortázar, Marechal y Gonzalez Tuñón. Ahora, igual, ya están todas las voces de los escritores en Internet. Tengo unos discos chiquitos con mi viejo recitando poemas de todos los poetas hispanoamericanos, otros con cosas de él, poemas de él. Era muy bueno leyendo poemas. Hay montones de textos para mí que tienen la voz de mi viejo, vienen con esa música cordobesa.
Era un inquieto.
Sí, hacía muchas cosas. En la década del 60 estuvo en una lista de la SADE, querían desbancar a los viejos popes. Me acuerdo que estaban Gelman, Santoro y todos estos poetas jóvenes de la izquierda. No ganaron nada, pero se reunían en la casa de mi viejo y armaban las boletas y la lista.
¿Qué imagen tenés de tu papá como librero?
Yo creía que todos los papás eran libreros, y le preguntaba a mis amigas ¿tu papá qué librería tiene? Mi viejo laburaba todo el día, de la mañana a la noche. En esa librería chiquita tenía, por ejemplo, un empleado y un cadete que limpiaba, nada más. Era muy docente y muy actor. Vos entrabas a la librería y él te recitaba y te decía: “¡Cómo no leíste esto!, ¡tenés que leer esto!” Y entonces era como un educador, la gente venía a que los introdujera en la literatura y a escucharlo. Yo lo veía muy poco, porque además los fines de semana escribía. Y cuando mi viejo escribía no había que molestar ni que hacer ruido.
Y en ese contexto, ¿vos cómo te iniciaste como lectora?
Empece a leer de muy chiquita. Ya en tercer grado de la primaria iba a la escuela con los libros y leía y ya no me interesaban nada de lo que sucedía en la case. Empecé con Oscar Wilde, y había mucho de la cultura de la izquierda, entonces estaban los cuentos de Alvaro Yunque, por ejemplo. Consultaba la biblioteca de mi casa, pero también me acuerdo de ir a la librería y elegir libros o que mi viejo me dijera: “Tenés que leer esto”. También sacaba sola. A los catorce yo creo que los clásicos ya los había leído casi todos. A los once tuve locura por la ciencia ficción, leí todo Ray Bradbury, toda la colección Minotauro. A los trece empezó el boom, leí Cien años de soledad, yo estaba en séptimo grado cuando salió, y leí a Cortázar terminando la primaria.
¿Cortázar iba a la librería?
Vivía en París, vino al final de su vida. Antes mi viejo lo había editado a medias con Mario Muchnik. Mi viejo se carteaba todo el tiempo con Cortázar y cuando iba a Paris sí se veían. Recién en el último viaje de Cortázar a Buenos Aires lo recuerdo en la librería.
Sabato también.
Sí, Sabato aparecía a veces, y uno que venía mucho era Bioy Casares, que vivía en calle Posadas. Era muy seductor, tenía que seducir a todas. Venía y me decía: “¡Mi librera favorita!”
¿Y Borges?
Borges no vivía cerca, vivía en la calle Maipú. La mujer de mi hermano en ese momento trabajaba de recepcionista en Emecé, que quedaba ahí en el centro. Y entonces Borges iba y ella lo acompañaba a la casa de vuelta y Borges se la pasaba haciéndole chistes. Ya estaba casi ciego y se conocía el camino de vuelta de memoria, le decía “Acá hay una columna”, señalando con el bastón. Era esa época en que Borges estaba sentado todo el tiempo en el sillón de la librería La Ciudad en la Galería del Este. Me acuerdo de pasar y verlo; se sentaba durante horas y charlaba con la gente y con el librero.
¿Y cómo fue mudarse al local en el que están ahora?
Cuando a mi viejo lo echan de Pueyrredón no tenía un mango y consigue este local porque era de un ingeniero que construyó el edificio y se lo vendió en no se cuántas cómodas cuotas.
La ubicación es excelente.
Sí, ahora: en ese momento todo esto era villa de gitanos, toda la manzana. Al lado de la librería había un corralón de materiales y al lado, pegado, una verdulería. Esta cuadra no existía. Mi viejo se puso mal, mi vieja le decía que cómo iba a poner una librería ahí. Él, por supuesto, quería ser un librero del centro, quería tener una librería en calle Corrientes o en Florida, pero no le daba. Y además hizo una movida loca, porque le pidió plata prestada a todos sus clientes. Y les dijo: “Yo voy a trabajar y les voy a ir devolviendo a todos”. Le prestaban no sé, 500 dólares, lo que cada uno iba pudiendo. Fue genial. Juntó plata con la colaboración de todo el mundo. Al principio trabajaba él solo, tenía abierto como hasta las doce de la noche y laburaba como un loco. Hasta que terminó de pagar la deuda fueron tres o cuatro años fuertes.
La nutrida sección de poesía.
¿Cómo definirías el carácter de Norte?
Siempre el punto fuerte fue la poesía. Afianzamos eso, porque además es lo que nos gusta y lo que nos mueve. Filosofía, narrativa, crítica literaria, digamos que esos son nuestros fuertes. En una época había mucho de psicoanálisis, pero fue como perdiéndose de por sí y además se fue moviendo. Y en un momento nos pusieron el monstruo de Cúspide aquí a la vuelta…
¿Eso los perjudicó?
Cuando empezó la obra, en el 98, creo, fuimos a preguntar, porque queríamos averiguar por un local en el shopping que armaban, y los tipos de la obra nos dijeron que no iba a haber locales comerciales, que iba a ser solo un complejo de cines. Y después vemos que Cúspide estaba armando ese monstruo. Me acuerdo que el día que eso abrió, mi viejo viene esa mañana caminando a la librería y me dice: “Débora, abrieron”. Entonces fuimos los dos a mirar, nos paramos en la puerta y vimos esa vidriera enorme y… se nos caían las lágrimas. Porque, la verdad, es un espacio espectacular; como espacio, tiene un bar adentro, los libros ilustrados en unas mesas enormes donde podés tocar y revolver todo, ¡es como el sueño del pibe! Y creíamos que iba a ser tremendo lo que iba a suceder, que nos iba a sacudir mal. Pero no pasó nada de eso. Por ahí, al principio, hubo como una reconversión: dejamos de vender best sellers o esos libros de fotos de Argentina, que nosotros vendíamos mucho. Eso se cortó. Pero nos fuimos especializando, teniendo todas las editoriales chicas que estos monstruos no tienen, entonces ya la gente de Cúspide, cuando les pedían algo que no estaba en su esquema bestellerístico decían “¡Nooo! Para eso tienen que ir a Norte”. Perdimos por un lado pero ganamos por el otro.
Tu papá también fue Director de la Biblioteca Nacional.
A fines de los ochenta a mi viejo lo nombran Director de Bibliotecas Municipales y después, cuando asume Menem, el Turco Asís que era amigo de Menem, le propone a mi papá, necesitaban alguien para la Biblioteca Nacional. La biblioteca acababa de mudarse, todavía estaba todo a medias. Las salas de lectura no estaban terminadas, la mudanza tampoco, toda la clasificación de los libros faltaba. El Turco Asís era vecino de mi viejo. Entonces lo llaman. Mi viejo me preguntaba: “¿Qué hago? ¿Qué hago?”. Su peronismo era cero, venía del PC, y con Menem menos que menos. Pero era una oportunidad hermosa. Entonces asumió: yo creo que esa fue una felicidad total, porque mi viejo apenas terminó la escuela primaria, a los trece años ya estaba laburando. Laburaba de cualquier cosa porque no tenía madre y había muerto su padre, vivía con sus abuelos y tenía que salir a trabajar. Entonces tuvo que dejar, no pudo hacer el secundario. De ahí llegar a Director de Biblioteca Nacional, era lo más, y además la tradición de Borges y Groussac… Y la verdad que fueron dos o tres años para él muy fuertes e interesantes, estaba muy entusiasmado. Cuando Menem saca el indulto a los militares dice: hasta acá llegué, no puedo seguir siendo funcionario de este gobierno. Ese mismo día renunció.
¿Qué significó quedar a cargo para vos?
Cuando él empezó en las bibliotecas, en el 89, yo quedé a cargo de la librería pero de todas maneras estaba él detrás, para cada decisión lo llamaba, le pedía su aprobación para todo. Cuando se enfermó y ya sabíamos que iba a morir yo pensé que no iba a poder hacer nada sola. En el medio empecé a ir a España a comprar libros. Era una época en que había mucha importación, salía más barato importar Borges editado allá que comprarlo acá, era un horror. Traíamos containers de España, eran lo más barato, en un punto era siniestro. Manejábamos miles de dólares pesos que, después, cuando vino la caída, dijimos qué locura, cómo no nos dimos cuenta. Es más, cuando cayó me quedé con una deuda en España de toneladas de libros, tardé como tres o cuatro años en pagarlo. Todos los libreros argentinos quedaron en deuda, patas para arriba. Fueron un par de años realmente muy muy duros, yo creo que eso también hizo que mi viejo se enfermara, fue parte de su final. Fueron años de una angustia pavorosa. Fuimos saliendo lentamente. Mi viejo murió en el 2003. Y yo quedé en la librería y tuve que aprender muchas cosas.
¿Cuántos libros tienen?
No sé, pero seguro que otro tanto en depósito de los que mostramos. En los setenta el mito era que teníamos todos los libros, ahora es un imposible total porque se edita a lo loco. Los grupos grandes sacan cuarenta novedades por mes, lo cual es un delirio marketinero espantoso. Y además, por suerte, hay miles de editoriales chiquitas que salen como hongos de gente joven súper entusiasmada haciendo cosas buenísimas y queremos que estén.
¿Cómo es el vínculo con los clientes?
Es un feedback mutuo, porque también viene mi cliente y me dice: “¿Debora leíste esto?” Es un ida y vuelta, todo el tiempo. Los que entran a la librería ya son lectores, tienen algo para darte seguro. Y, al revés, vos podés darles algo: es un intercambio, inclusive con los editores.
Última: ante la aparición del libro digital, ¿qué reflexión podés hacer desde la librería?
Mis amigos leen en el Ipad, no compran más libros. Pero también hay gente que sigue comprando, y cada vez más. Eso de que la lectura se termina es un cuento chino. Yo creo que hay unas movidas increíbles, hay una cantidad de eventos de lecturas, de poesía, presentaciones de libros, ¡me invitan a treinta eventos literarios por día! Entonces te das cuenta que hay gente que escribe y hace libros y se mueve. No veo el fin del libro para nada, ni de lejos. Por mi parte no tengo reader, no. Bueno… ¡tengo todos los libros, así que para qué quiero un Kindle! Es como un parque de diversiones. En un punto tiene una parte, claro, que es la de que es un comercio, lo que a uno menos le interesa, pero que tiene que funcionar porque si no se termina todo. Pero cada mañana yo llego al parque de diversiones. Llegan las cajas de libros y estamos en una suerte de entusiasmo perpetuo. Puedo levantarme angustiada, deprimida, pero llego acá y empezó la fiesta.
Cuando a mi viejo lo echan de Pueyrredón no tenía un mango y consigue este local porque era de un ingeniero que construyó el edificio y se lo vendió en no se cuántas cómodas cuotas.
La ubicación es excelente.
Sí, ahora: en ese momento todo esto era villa de gitanos, toda la manzana. Al lado de la librería había un corralón de materiales y al lado, pegado, una verdulería. Esta cuadra no existía. Mi viejo se puso mal, mi vieja le decía que cómo iba a poner una librería ahí. Él, por supuesto, quería ser un librero del centro, quería tener una librería en calle Corrientes o en Florida, pero no le daba. Y además hizo una movida loca, porque le pidió plata prestada a todos sus clientes. Y les dijo: “Yo voy a trabajar y les voy a ir devolviendo a todos”. Le prestaban no sé, 500 dólares, lo que cada uno iba pudiendo. Fue genial. Juntó plata con la colaboración de todo el mundo. Al principio trabajaba él solo, tenía abierto como hasta las doce de la noche y laburaba como un loco. Hasta que terminó de pagar la deuda fueron tres o cuatro años fuertes.
La nutrida sección de poesía.
¿Cómo definirías el carácter de Norte?
Siempre el punto fuerte fue la poesía. Afianzamos eso, porque además es lo que nos gusta y lo que nos mueve. Filosofía, narrativa, crítica literaria, digamos que esos son nuestros fuertes. En una época había mucho de psicoanálisis, pero fue como perdiéndose de por sí y además se fue moviendo. Y en un momento nos pusieron el monstruo de Cúspide aquí a la vuelta…
¿Eso los perjudicó?
Cuando empezó la obra, en el 98, creo, fuimos a preguntar, porque queríamos averiguar por un local en el shopping que armaban, y los tipos de la obra nos dijeron que no iba a haber locales comerciales, que iba a ser solo un complejo de cines. Y después vemos que Cúspide estaba armando ese monstruo. Me acuerdo que el día que eso abrió, mi viejo viene esa mañana caminando a la librería y me dice: “Débora, abrieron”. Entonces fuimos los dos a mirar, nos paramos en la puerta y vimos esa vidriera enorme y… se nos caían las lágrimas. Porque, la verdad, es un espacio espectacular; como espacio, tiene un bar adentro, los libros ilustrados en unas mesas enormes donde podés tocar y revolver todo, ¡es como el sueño del pibe! Y creíamos que iba a ser tremendo lo que iba a suceder, que nos iba a sacudir mal. Pero no pasó nada de eso. Por ahí, al principio, hubo como una reconversión: dejamos de vender best sellers o esos libros de fotos de Argentina, que nosotros vendíamos mucho. Eso se cortó. Pero nos fuimos especializando, teniendo todas las editoriales chicas que estos monstruos no tienen, entonces ya la gente de Cúspide, cuando les pedían algo que no estaba en su esquema bestellerístico decían “¡Nooo! Para eso tienen que ir a Norte”. Perdimos por un lado pero ganamos por el otro.
Tu papá también fue Director de la Biblioteca Nacional.
A fines de los ochenta a mi viejo lo nombran Director de Bibliotecas Municipales y después, cuando asume Menem, el Turco Asís que era amigo de Menem, le propone a mi papá, necesitaban alguien para la Biblioteca Nacional. La biblioteca acababa de mudarse, todavía estaba todo a medias. Las salas de lectura no estaban terminadas, la mudanza tampoco, toda la clasificación de los libros faltaba. El Turco Asís era vecino de mi viejo. Entonces lo llaman. Mi viejo me preguntaba: “¿Qué hago? ¿Qué hago?”. Su peronismo era cero, venía del PC, y con Menem menos que menos. Pero era una oportunidad hermosa. Entonces asumió: yo creo que esa fue una felicidad total, porque mi viejo apenas terminó la escuela primaria, a los trece años ya estaba laburando. Laburaba de cualquier cosa porque no tenía madre y había muerto su padre, vivía con sus abuelos y tenía que salir a trabajar. Entonces tuvo que dejar, no pudo hacer el secundario. De ahí llegar a Director de Biblioteca Nacional, era lo más, y además la tradición de Borges y Groussac… Y la verdad que fueron dos o tres años para él muy fuertes e interesantes, estaba muy entusiasmado. Cuando Menem saca el indulto a los militares dice: hasta acá llegué, no puedo seguir siendo funcionario de este gobierno. Ese mismo día renunció.
¿Qué significó quedar a cargo para vos?
Cuando él empezó en las bibliotecas, en el 89, yo quedé a cargo de la librería pero de todas maneras estaba él detrás, para cada decisión lo llamaba, le pedía su aprobación para todo. Cuando se enfermó y ya sabíamos que iba a morir yo pensé que no iba a poder hacer nada sola. En el medio empecé a ir a España a comprar libros. Era una época en que había mucha importación, salía más barato importar Borges editado allá que comprarlo acá, era un horror. Traíamos containers de España, eran lo más barato, en un punto era siniestro. Manejábamos miles de dólares pesos que, después, cuando vino la caída, dijimos qué locura, cómo no nos dimos cuenta. Es más, cuando cayó me quedé con una deuda en España de toneladas de libros, tardé como tres o cuatro años en pagarlo. Todos los libreros argentinos quedaron en deuda, patas para arriba. Fueron un par de años realmente muy muy duros, yo creo que eso también hizo que mi viejo se enfermara, fue parte de su final. Fueron años de una angustia pavorosa. Fuimos saliendo lentamente. Mi viejo murió en el 2003. Y yo quedé en la librería y tuve que aprender muchas cosas.
¿Cuántos libros tienen?
No sé, pero seguro que otro tanto en depósito de los que mostramos. En los setenta el mito era que teníamos todos los libros, ahora es un imposible total porque se edita a lo loco. Los grupos grandes sacan cuarenta novedades por mes, lo cual es un delirio marketinero espantoso. Y además, por suerte, hay miles de editoriales chiquitas que salen como hongos de gente joven súper entusiasmada haciendo cosas buenísimas y queremos que estén.
¿Cómo es el vínculo con los clientes?
Es un feedback mutuo, porque también viene mi cliente y me dice: “¿Debora leíste esto?” Es un ida y vuelta, todo el tiempo. Los que entran a la librería ya son lectores, tienen algo para darte seguro. Y, al revés, vos podés darles algo: es un intercambio, inclusive con los editores.
Última: ante la aparición del libro digital, ¿qué reflexión podés hacer desde la librería?
Mis amigos leen en el Ipad, no compran más libros. Pero también hay gente que sigue comprando, y cada vez más. Eso de que la lectura se termina es un cuento chino. Yo creo que hay unas movidas increíbles, hay una cantidad de eventos de lecturas, de poesía, presentaciones de libros, ¡me invitan a treinta eventos literarios por día! Entonces te das cuenta que hay gente que escribe y hace libros y se mueve. No veo el fin del libro para nada, ni de lejos. Por mi parte no tengo reader, no. Bueno… ¡tengo todos los libros, así que para qué quiero un Kindle! Es como un parque de diversiones. En un punto tiene una parte, claro, que es la de que es un comercio, lo que a uno menos le interesa, pero que tiene que funcionar porque si no se termina todo. Pero cada mañana yo llego al parque de diversiones. Llegan las cajas de libros y estamos en una suerte de entusiasmo perpetuo. Puedo levantarme angustiada, deprimida, pero llego acá y empezó la fiesta.
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